sábado, 20 de septiembre de 2008

ESPERANZA Y SOCIEDAD

Cuenta la vieja leyenda griega que, cuando Prometeo traicionó a los Dioses del Olimpo y les robó las semillas de Helios -el sol- y los secretos del fuego para entregarlos a los hombres, permitiendo a estos últimos desarrollar la agricultura y otras técnicas que les ayudarían a sobrevivir, el Dios Zeus montó en cólera y decidió vengarse, enviado un castigo ejemplar tanto al traidor principal como al resto de la humanidad.
Primero, a Prometeo lo capturó y lo mandó encadenar a la cima de una montaña, para que los buitres lo devorasen vivo. En cuanto a los hombres, el castigo fue el siguiente: Zeus ordenó la creación de una mujer que fue llenada de virtudes por diferentes dioses. Hefesto la moldeó de arcilla y le dio forma; Atenea le dio su ceñidor y la engalanó. Las Gracias y la Persuasión le dieron collares, las Horas le pusieron una corona de flores y Hermes puso en su pecho mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble. Esta mujer maravillosa recibió el nombre de Pandora, y fue ofrecida como regalo de los Dioses al humano Epimeteo.
Antes de ser capturado, Prometeo había pedido a Epimeteo que no aceptara regalo alguno de los Dioses, por sublime que fuera; pero al ver Epimeteo la perfección y los dones de Pandora no pudo resistirse y la recibió, tomándola después como su esposa.
Hasta este momento, los hombres no conocían el dolor ni la enfermedad. Se vivía en un estado de continuo bienestar y trabajo comunal. Pero un día, mientras Pandora se encontraba recogiendo frutos en el bosque, los Dioses se encargaron de que encontrara un ánfora de barro sellada -la traducción "caja", conocida por casi todos, es incorrecta, y surgió de una imposición de la iglesia medieval; "ánfora" es el término correcto- en la que estaban contenidos todos los males y aflicciones. Al tomarla entre sus manos, Pandora escuchó una voz que le indicaba no abrir dicha ánfora por ningún motivo, así que la llevó consigo hasta su casa.
Varios días resistió Pandora sin abrir el ánfora, pero conforme pasaba el tiempo surgían de la misma voces cada vez más fuertes pidiendo auxilio, suplicando que las liberacen. Finalmente derrotada por su natural curiosidad, Pandora abrió el ánfora, liberando todas las desgracias humanas -Vejez, Enfermedad, Fatiga, Locura, Vicio, Pasión, Plaga, Tristeza, Pobreza, Crimen-, por lo que rápidamente la cerró de nuevo, dejando sólo en su interior a la Esperanza. La interpretación más común de esta leyenda es la que dice que, al final de todos los males, no todo en el hombre está perdido: todavía le queda la Esperanza -la famosa frase de "la esperanza muere al último" surge de esta interpretación de la leyenda-.
Pero no todos han estado siempre de acuerdo con esta forma de ver las cosas. Muchos expertos en literatura clásica griega, e incluso varios filósofos, afirman que si la Esperanza se encontraba en el ánfora es porque también es un mal para el hombre -y no se trata de un mal cualquiera: si se encontraba al fondo de todos los demás es porque la Esperanza era el mayor de todos los males-. La obvia pregunta inmediata es: ¿por qué cualquiera diría eso? ¿en qué momento se convierte la esperanza en un daño para el hombre? La respuesta que nos dan estos pensadores es: porque la Esperanza nos hace pensar que, en un futuro, mágicamente todo estará mejor. Y al pasar el tiempo, y ver que todo sigue igual -o peor-, vienen las más grandes decepciones y tristezas. Es la raíz de las promesas no cumplidas de la raza humana. La esperanza nos hace, como su nombre lo indica, "esperar" del mundo, de las personas, del tiempo, de Dios o de las sociedades un bien futuro que no acaba por llegar. Nos vuelve dependientes de un gran número de factores que siempre quedan fuera de nuestro control, y que casi siempre nos llevan a toparnos de frente con el sólido muro de la realidad. En el individuo, la esperanza se manifiesta en forma de Deseos, en las sociedades toma forma de Utopías, y en la historia la encontramos unida a la ciencia bajo el tentador título de Progreso.
Las utopías sociales más famosas, como son las de Platón -en su "República"-, San Agustín de Hipona -en la "Ciudad de Dios"-, Tomás Moro -en su homónima "Utopía"-, Francis Bacon -en "La Nueva Atlántida"-, o Karl Marx -en "El Capital"-, así como los movimientos Racionalistas o Iluministas europeos y latinoamericanos surgidos entre los siglos XVIII y XIX son claros ejemplos de una filosofía política fuertemente basada en la esperanza. Todas ellas se caracterizan por mantener un punto en común: creer que, en algún momento, el hombre comprenderá los errores cometidos, convirtiéndose a través de la fe, la educación, las instituciones del Estado o la ciencia -según el momento histórico del que se hable- en un guardián de la moral y del comportamiento grupal ejemplar, con lo que las sociedades se convertirán por motu propio en grandes y pacíficos talleres de trabajo, donde las leyes y los castigos dejen de ser necesarios, donde las guerras, las envidias y el crimen dejen de existir, llevando así a la humanidad entera al momento del florecimiento y la perfección merecidos.
Tristemente, la verdadera cara de la Naturaleza Humana ha mostrado ser mucho más compleja de lo que estas corrientes y pensadores pudieron llegar a considerar. No basta la fe, no basta la educación, no basta la ciencia: siempre queda algo impredecible dentro de cada individuo que logra impedir la evolución completa de sus ideales. Si en el momento en que vivimos, 2400 años después de los grandes pensadores de la Atenas clásica, y 300 años después del surgimiento de la idea del Progreso, las normas y sanciones siguen siendo necesarias, y las guerras y conflictos internacionales siguen sucediendo, es porque la esperanza no es suficiente para explicar el comportamiento de los grupos humanos. Es porque, tal vez, nos mintió quien nos dijo que con sólo mantener la esperanza era suficiente para llegar a un lugar mejor. Por esto, el siguiente punto es importante: quienes enseñan sobre Utopías y Esperanza en las escuelas -o en cualquier grupo de estudio- generalmente olvidan mencionar lo fundamental: que sin el Trabajo, la Esperanza por sí sola no vale nada. Es a través del Trabajo, de la lucha cotidiana, del esfuerzo constante, del estudio incansable, que los deseos puestos en las manos de la Esperanza llegan a realizarse. Es por eso que, para muchos, la esperanza es más dañina que benéfica: porque se pasan la vida entera esperando a que las cosas sucedan... pero nunca mueven un dedo para que éstas se den. La Esperanza, por sí misma, sólo puede crear ociosos. Es sólo a través de su unión con el Trabajo que puede verse por completo realizada. La verdadera fórmula del Progreso es Esperanza+Trabajo. Y es ahí donde han fallado las Instituciones Sociales: han acostumbrado a los pueblos a recibir promesas, mas no los han enseñado a trabajar para obtenerlas. El ocio político se convierte en Demagogias, que sólo crean sociedades perezosas y demandantes. Todo estará mejor, siempre y cuando nos esforcemos porque todo llegue a estar mejor. Sin esfuerzo, nada sucede.
Pero el estudio de la esperanza, tanto como principio del actuar individual como en su calidad de fundamento de las instituciones sociales, no se ha dado aún por finalizado. Todavía quedan grandes pensadores -muchos del siglo XX, algúnos todavía vigentes en el XXI- que tratan de rescatar el ideal de las Utopías grupales, y de desentrañar con calma el verdadero papel que conceptos como Trabajo, Esperanza o Progreso juegan todavía en los grupos humanos. Un ejemplo de ellos lo fue Ernst Bloch (1885-1977), pensador alemán que en su obra "Espíritu de la Utopía" nos dice que la sociedad no debe esperar a que las condiciones de cambio lleguen por sí solas, sino que somos los individuos que la componemos quienes debemos buscar crear dichas condiciones, incluso a través de acciones de tinte revolucionario. Esto, por supuesto, necesita de una visión nueva del hombre, de la sociedad, de la ética, de la cultura y de la esperanza. Esta última, en los pueblos, se convierte en lo "todavía no devenido" -nocht-nicht-gewordene-, lo que permanece aún en ese estado de utopía que, mediante las revoluciones, las posibilidades reales, los materiales, las artes plásticas, la música y el esfuerzo del trabajo, finalmente llegará a ser: se convertirá en realidad.
Todavía queda mucho por decir de la esperanza. Ésta no es sólo un término religioso o filosófico-humanístico abstracto e idealista, sino que es posible convertirla en un principio de acción real, en un impulso para el bienestar personal y grupal, siempre y cuando se le mantenga unida al esfuerzo cotidiano, a la lucha social, al trabajo comunal, al crecimiento individual y a la reestructuración de los sistemas, tan necesaria en los tiempos que vivimos. Todavía quedan por venir muchos pensadores y filósofos de la esperanza y la utopía, y todavía falta mucho para que el hombre alcance el punto de evolución histórica con el que siempre ha soñado.

lunes, 15 de septiembre de 2008

LAS REVOLUCIONES POSIBLES

Siguiendo en forma ascendente la cadena de eventos que lleven a una sociedad hacia la Libertad verdadera, y retomando escritos anteriores que habían quedado en el tintero, nos encontramos con un esquema como el siguiente: cuando al individuo se presenta una necesidad, mueve su Libre Albedrío —su Voluntad, sus Deseos y sus Medios—con el fin de satisfacerla. Al intentar hacerlo, la sociedad en la que se desenvuelve se encarga de recordarle que sus deseos no son absolutos, y que se encuentran limitados por los principios impuestos por esa misma sociedad. Así, surgen conceptos tales como el Derecho y la Justicia, que funcionan como reguladores del actuar personal dentro de un grupo determinado, impidiendo que un solo individuo convierta su Libre Albedrío en libertinaje, con lo que lesionaría su entorno social.
Con el surgimiento y ejercicio de estos principios de Derecho y Justicia se integra una Legislación—conjunto de leyes y normas—, y cada uno de los individuos del grupo cede un cierto número de sus decisiones y libertades personales a un grupo mayor que tiene el fin de integrarlos y organizarlos a todos, buscando lograr el mayor bien común de acuerdo al consenso. Surge así el Estado, que echa mano de múltiples elementos conocidos como Instituciones para organizarse internamente, para atender las demandas de cada persona o de sus representantes, y para relacionarse con otros Estados similares. Este Estado es dirigido y coordinado mediante una Forma de Gobierno particular, la cuál se decide según sea la relación entre el dirigente y el pueblo. De entre estas formas de Gobierno, aquella que se caracteriza por permitir que sea la sociedad en conjunto quien tome la mayor parte de las decisiones para impedir los abusos del poder es conocida como Democracia, definida como esa búsqueda grupal de una Libertad Igualitaria, es decir, Libertad fundada en la Igualdad. Y al ser -en teoría- el pueblo el guardián de sus Libertades, principios, leyes, y decisiones, sin presión o coerción por parte de grupos ajenos o Naciones extranjeras, surge un nuevo concepto: Soberanía.

Y es sólo una Nación verdaderamente Democrática y Soberana, dirigida bajo un principio de Derecho y humanismo, la que puede poner en manos de la sociedad primero, la Igualdad –mismas oportunidades, derechos y obligaciones para todos, designadas y repartidas de manera justa y equitativa—; y finalmente, la Libertad –garantía del acceso del individuo a dichas oportunidades brindadas por el Estado, y garantía de su cumplimiento, con respeto a los principios y necesidades del individuo, para que éste pueda llegar a ser enteramente feliz y a alcanzar las metas mejores, en concordancia con la Legislación y principios grupales vigentes—. Así, se cerraría el círculo.

Pero cuando la Igualdad no existe, cuando el respeto a los principios del individuo se ve violentado, cuando los individuos rompen con el orden social para caer en el libertinaje y en el caos, cuando las legislaciones son obsoletas o no son aplicadas por falta de legalidad, y cuando el dirigente o sus Instituciones abusan del poder o se corrompen, se pierde este delicado equilibrio. Surge la Desigualdad. Y con ella, las Revoluciones Posibles.
Ahora bien, siguiendo esta línea de ideas, ¿en qué momento surge la verdadera desigualdad? ¿Surge al no existir legalidad, al romperse los principios, al profanarse las garantías? ¿Surge en los pueblos que nunca tuvieron una Constitución Política? ¿O en aquellos que la tuvieron, para luego verla violentada? ¿Surge en las Democracias? ¿En las Tiranías? ¿En los Gobiernos Totalitarios? ¿En las Anarquías? ¿O tal vez en todos a la vez? ¿Pueden los pueblos sufrir la desigualdad si no se percatan de ella?

Contrario a lo que se suele pensar, la desigualdad no se da con la sola ruptura del sistema, o con el solo abuso contra los pueblos. Es decir, la desigualdad no se da sólo porque en teoría las leyes o principios de justicia y equidad sean rotas o no se lleven a cabo. La verdadera desigualdad surge sólo ante la confrontación con el deseo de igualdad. Y esto sucede en todas las formas de gobierno posibles, desde la Monarquía y la Tiranía, hasta nuestra bien intencionada Democracia.
¿Qué significa esto? Que un pueblo que no sabe que vive bajo el yugo de la desigualdad, en realidad nunca desea la igualdad verdadera. La desigualdad surge cuando aquel que se encuentra en condiciones de inferioridad se da cuenta de ello, o se percata de que siempre han existido posiciones de superioridad con respecto a él. Es la conciencia, el conocimiento del problema, lo que lo vuelve evidente ante los ojos de quien lo padece. Quien no se siente desigual nunca pelea por la igualdad, sin importar las carencias sociales, jurídicas o económicas a que se vea sometido. Al aceptarlas, entrega su voluntad; con ello su derecho de igualdad, y finalmente, su libertad.
Aquí es donde juegan un papel fundamental los medios masivos de comunicación que permanecen al servicio de los Estados que mantienen la desigualdad o sus intereses, ya que su verdadero papel es mantener al pueblo distraído y callado, demasiado absorto como para percatarse del estado de control en el que es mantenido. Las carencias económicas, el uso de la fuerza pública, los horarios de trabajo excesivos, la presentación del dinero como fin último de la vida del hombre, la falta de acceso a educación escolarizada, los libros de texto con información manipulada -y con una pobreza en cuanto a la enseñanza cívica que resulta casi imposible de creer-, la separación y desintegración de los grupos de influencia dentro de diversos sectores de la sociedad, y la desaparición de importantes materias en los planes de estudio hacen el resto del trabajo: no permitir que el hombre sea conciente de su historia y de los abusos de que es objeto para mantenerlo dentro del rebaño, para que nunca desee la igualdad.

Y por si fuera poco, el sólo entender el estado de explotación en que se vive o se ha vivido no es suficiente para crear una Revolución o lucha por la igualdad. La reacción que se tenga ante la desigualdad dependerá de los principios morales y culturales de cada individuo, y podrá variar desde la aceptación sumisa, la mera crítica social, hasta la caída en la anarquía o la lucha verdadera, la Revolución Posible, el enfrentamiento directo a la inferioridad social y a sus promotores o impositores, echando mano de todos los instrumentos culturales e imaginando estrategias reales –marchas, protestas, huelgas, paros o incluso el poder de las armas— que se puedan llevar a cabo para anular o reducir la diferencia. Así surgen las Revoluciones Posibles. Así es como los grupos humanos logran reestablecer su dignidad. Los pueblos no deberían temer a sus gobiernos; son los gobiernos quienes deberían temer a las luchas potenciales contenidas en el interior de todos los pueblos, que están ahí, listos para despertar cuando llegan tiempos en los que la opresión, la inseguridad social y la impotencia -corrupción, incapacidad- de las instituciones originalmente creadas para protegerlos resultan ya intolerables.
Tiempos como los que, tristemente, vivimos actualmente tanto en México como en un gran número de países del mundo.

sábado, 6 de septiembre de 2008

REFLEXIONES PERSONALES: BERTOLT BRECHT Y LA VIDA

Bertolt Brecht solía decir que, si las personas quieren ver sólo las cosas que pueden entender, entonces no tendrían que ir al teatro: tendrían que ir al baño. A mí no me queda más que diferir un poco en lo siguiente: el teatro es el mundo, y sus actores somos nosotros; vivimos inmersos en una obra eterna, larga y sin sentido que nos sobrepasa todos y cada uno de los días. Ante dicha obra no tiene ningún sentido cerrar los ojos, o alegar demencia. Es una puesta teatral de la que no podemos escapar, la entendamos o no. El hecho mismo de ir al baño no es más que una escena que comienza a perfeccionarse desde el acto primero de nuestras vidas, y la mayoría de las veces tampoco entendemos muy bien por qué lo hacemos. El instinto llama y punto. Pero la vida no siempre tiene que entenderse para ser vivida. De hecho, no es un requisito sine qua non, sino uno más de los accidentes propios del actuar evolucionado de la mente humana, tratando de explicarse a sí misma los porqués de su devenir, la cercanía de sus muertes. Buscamos resultados racionales en el mundo porque, en el fondo, aún deseamos encontrar el secreto de la inmortalidad en alguno de los rincones del Cosmos que tal vez permanezcan inexplorados, plenos de revelaciones arcanas y símbolos místicos que, de golpe y de plumazo, nos lo expliquen todo. Nos dejen entenderlo todo. Nuevamente: nadie en realidad entiende la obra teatral de la vida, porque ninguno de nosotros fue invitado a participar en ella con previa lectura del guión. Hasta ir al baño es un evento sorpresivo, inesperado en la gran mayoría de las ocasiones. La charla con los amigos está en su apogeo, la discusión con la pareja poco a poco alcanza el clímax, en la reunión de trabajo se discute el tema toral del día y... simplemente todo tiene que frenarse para que la vida gire, tome en forma súbita un rumbo ajeno a los deseos de todos. y nos ponga en nuevos escenarios dentro de los cuales llega otra vez el momento de improvisar. Monólogo tras monólogo, citas sacadas de la manga del chaleco para llegar con vida al final del acto segundo, y poder sentir un poco de paz antes de la caída del telón. Sólo en algo tenía Brecht toda la razón -nunca lo menciona, aunque se adivina implícito en su declaración citada al inicio de este escrito-: la obra teatral es incomprensible. Y para que permaneza pura, deliciosa, atrayente, subyugante y enigmática, debe mantenerse así. Si desde el principio se revelaran todos los secretos y traumas de cada uno de los actores, si se conocieran de antemano todos los finales, todas las claves y criptogramas que le brindan estructura -sostén, esqueleto y forma- a las puestas en escena, entonces todos abandonaríamos la sala apenas cinco minutos después de haber llegado. En esta enorme obra teatral que conocemos como vida, es bueno -pienso yo- no conocer con anticipación todos los peligros que se ocultan detrás de las colinas del horizonte, así como las formas de vencerlos y salir avante en la cruda batalla por la cotidiana comprensión. Quien cree tener todas las explicaciones en la mano comienza a interpretar la vida bajo una visión maniquea y limitante: todo es blanco o negro. La certeza, al igual que la intolerancia, se pinta con colores absolutos. Y uno no puede estar demasiado tiempo de pié, observando la obra de un artista que siempre pinta sobre el mismo tema, y que llena por completo el lienzo con un único y aburrido color. En el teatro, estoy seguro de que nadie soportaría estar tres horas observando a un grupo de actores que permanecen inmóviles, en su mismo sitio, minuto tras minuto, hasta el calambre o la catatonia. Es el dinamismo del teatro lo que nos mantiene atentos a cada una de las palabras convertidas en visibles realidades: el movimiento inesperado, los giros en la trama, la traición oculta, la felicidad esperada aunque todavía no obtenida, la muerte del héroe y de la doncella, el nacimiento de los tiempos que vendrán... El blanco y el negro son los parámetros, los valores que permiten polarizar los sucesos y pensamientos propios de la naturaleza humana, pero siempre será dentro de la enorme escala de grises intermedios donde se sucederá la mayor parte de nuestras vidas. Una sinfonía que todo el tiempo permanezca en Altísimo acabará por aturdirnos; otra que todo el tiempo se ejecute en Morendo acabará por dormirnos. Pero no nos pongamos musicales. Acaba de iniciar el tercer acto de una semana que termina plena de sucesos tristes y aparentemente inexplicables, que en el fondo son responsabilidad de la libertad aparente, de la elección, de la voluntad inherente a todos los reencuentros. Después de tirada la baraja, sólo nos queda esperar la siguiente jugada de las personas que están frente a nosotros. Y es en esa espera donde descubrimos lo que significa ser "Humano"; ser uno más de esos envases materiales de carne y sangre dentro de los que se vierten los elementos que constituyen lo que, al paso de los siglos, hemos definido como "Humanidad". Más que el momento, y más que el recuerdo, es el momento de la expectativa el que nos hace sentir, el que nos marca la piel, el que nos deja grabada la memoria. Antes de la caída del telón que anuncie el final del acto tercero de cada uno de nosotros, sólo nos queda esperar. Y seguir jugando un poco con la capacidad de desición. Hay dos reglas importante para participar en esta obra de teatro que Bertolt Brecht nos regala: la primera, es que esta obra no está acabada, no ha sido escrita por completo todavía, sino que cada uno de nosotros sigue escribiendo las estrofas y capítulos -¿o cantos?- que le corresponden con el paso de los días. Y eso es una responsabilidad sobrecogedora cuando la hacemos conciente. La segunda, es que no debemos olvidar el principio fundamental sobre la capacidad humana de tomar desiciones: lo importante no es tener el poder de tomar una desición, sino que, una vez tomada ésta y conocidas sus consecuencias, ser capaces de decir si seríamos capaces de tomarla nuevamente o no. Si a pesar de conocer el precio a pagar, sabemos que volveríamos a recorrer el mismo camino, a tomar las mismas desiciones sin arrepentimientos, sin culpas y sin cargos de conciencia, entonces esa fue una desición que, sin importar si buena o mala -que son nuevos calificativos excesivamente extremistas y sin valor intrínseco real- dejó marcada para siempre nuestras vidas. Si las personas quieren ver sólo las cosas que pueden entender, entonces no sólo no tendrían que ir al teatro, sino que no deberían de ser personas. La incertidumbre y el error, los temores a todos los cuartos negros de lo desconocido dentro y fuera de nosotros, son característicos de la experiencia de los individuos racionales que viven dentro de un universo cuyas reglas apenas llegan a conocer. Son propios de ésta obra teatral que, en conjunto, escribimos con cada respiración. Tener que ir al baño, estimado Brecht, no nos ilumina en nada. Es meramente circunstancial.