Quisiera comenzar el día de hoy parafraseando a
Julio Hubard, quien en su excelente ensayo “Cómo se pierden las Democracias”
describe a estas últimas de la siguiente manera: “Comparada con otros sistemas,
que se proponen como montañas edificadas, sólidas, completas, invulnerables
ante meteoros, la democracia es una choza de palos en una explanada. Su
fragilidad requiere constante mantenimiento, cambiar partes, amarrarlas,
repararlas.”
He insistido ya en numerosas ocasiones dentro
de estos escritos en decir que la Democracia es la más veleidosa e inestable
forma de gobierno. En general, debemos aceptar que los poderes impuestos, como
la Monarquía, la Oligarquía y la Aristocracia, dejan poco espacio para que la
toma de decisiones pueda verse alterada, y las pugnas por dicho poder son poco
evidentes. En general estas formas de gobierno se erigen sobre a núcleos
jerárquicos bien establecidos y articulados, con mínima o nula intervención de
la libre elección, lo que de un modo u otro mantiene la fluidez. Al pueblo, en
estos casos, sólo le queda aceptar y asentir.
Pero al hablar de democracia, los errores de
interpretación y de sistema comienzan desde sus primeros tiempos, en su
nacimiento griego.
Es muy común escuchar a nuestros políticos o
estudiosos del poder enorgullecerse de la democracia ateniense, e incluso
colocarla en sus discursos una y otra vez como ejemplo de aquello a lo que
nuestras democracias actuales se deben orientar. Para muchos políticos, Atenas
es el ejemplo de la utopía en el Estado, hacia la que nos debemos orientar.
Sin embargo, existen diferencias de fondo y
forma que resultan ineludibles si es que en verdad queremos comparar el
gobierno de los tiempos de Clístenes (507 a.C) con nuestros sistemas actuales.
Y podríamos comenzar por recordar que, en Atenas, la participación en asuntos
del estado no estaba abierta a todos los individuos de una Polis (ciudad)
determinada: la Ekklesía, o asamblea popular, sólo estaba integrada por los
denominados “ciudadanos”, que eran los griegos varones mayores de edad, de
nacimiento puro, y con suficientes ingresos económicos para poder dedicar una
parte de su tiempo a la política. Es decir, las mujeres, los esclavos, los menores
de edad, los pobres y los extranjeros quedaban automáticamente excluidos de la
asamblea.
Lo anterior, aunque en la actualidad podría ser
calificado como discriminación, sucedía
por una razón: aquellos hombres económicamente acomodados podían acceder a la
educación, que no era un bien social como en la actualidad, sino más bien un
privilegio de los hijos varones de las clases sociales más pudientes. De este
modo los Nomóthetai (legisladores) y los miembros del Dikasterión (tribunal
popular) se aseguraban de que quienes tuviesen en sus manos las importantes
decisiones sobre la Polis ateniense contasen con la preparación suficiente para
comprender la relevancia de dichos actos, no se dejarían intimidar, encantar o
engañar tan fácilmente por los oradores y sus discursos, y contarían además con
la capacidad económica suficiente para respaldar al Estado en sus diversos
actos.
Pero alrededor de doscientos años después, cuando
en los tiempos de Demóstenes se abren las puertas a la participación de
sectores más amplios –y por tanto, menos preparados- del pueblo en la asamblea,
fue cuando la toma de decisiones se volvió complicada y desorganizada,
permitiendo el surgimiento de sofistas y demagogos quienes, con sus elaborados
discursos llenos de metáforas y palabras intrincadas, prometían “gloria y
revancha”, encantando el oído de las nacientes masas, y dando pie a la caída
definitiva de la democracia ateniense a manos de aquellos que siempre buscan
poder a cualquier costo, incluso a cambio de la mentira y la promesa vacía,
logrando que sean los mismos ciudadanos quienes además los eligiesen y
sirviesen. ¿Nos suena acaso familiar?
Hasta la próxima semana.