sábado, 4 de octubre de 2008

HOMBRE

I

Pocas plantas de grandes hojas a medio marchitar nacen de las paredes de la tierra. El camino pasa en medio de montículos artificial y maliciosamente separados por la mano del hombre. De frente, las ya muy desgastadas montañas azules nacen sobre la niebla que ahoga el valle mientras corre entre los árboles, buscando la sombra del bosque que la resguarde del prepotente sol de medio día. Atrás, la tierra. Sólo la tierra color quemado, y los contados abrojos de un verde deslavado que al demostrarme la persistencia de la vida se burlan de mí.

Aquí no pasa el tiempo –no puede pasar lo que no existe—. Aquí los actos no se suceden uno al otro, y la medida del movimiento según el antes y el después se muere de sed, para dejar el cadáver seco de las horas rodando a merced del viento, haciendo compañía a los fugaces remolinos de polvo que empiezan en el suelo y terminan en los partidos labios del caminante que se va. Aquí, el sabor a tierra en la boca. Allá, la promesa de unos pies sangrantes encontrando su humedad.
En el camino nada tiene sentido. En el camino te vuelvo a recordar.

II

El hombre siente miedo del silencio. Y no sólo del silencio del mundo, sino también del silencio de su soledad, de ese insoportable ruido blanco que llena la mente y los oídos cuando incluso el viento se queda callado, y que le dice al hombre que se ha quedado solo consigo mismo. Ese duro, implacable diálogo interior con la conciencia y el recuerdo, ese juicio que todos sufren pero que nadie solicita, y la callada mano que ahoga tras leer las culpas escritas ahí donde ya no hay sonidos que las puedan ocultar.

Y sin embargo, el hombre se sigue quedando solo, ajeno a todo lo ajeno de sí, a todo cuanto en su cuerpo o en el de los otros puede entonar canción. Y sólo le quedan dos caminos: Exorcizar la conciencia, o convertirse en el brazo inmóvil del silencio. A mí me atemoriza lo poco que entiendo del abismo del mundo cuando calla, y me hundo de nuevo en la profundidad del ruido de mi sueño, del cuál no quiero despertar.


III

Si se cuentan seis horas desde la partida, ya alcanza a verse de frente la oscuridad. El camino –como todos los caminos— se vuelve divergente, y entre la niebla se hace más difícil dar el paso siguiente con precisión.
Ahora hace tanto frío...
Los tobillos gritan, las rodillas se niegan a moverse. Todo es dolor:

dolor en los huesos y en las sienes,

dolor en la nuca y en las manos,

dolor en la soledad.

Aún no hace viento, ni se siente la humedad. Sólo es el frío seco, muerto, inmóvil. Ese frío tan propio del sendero, del que mata lento, del que muerde fácil, del que deja los cuerpos tirados en la tierra sin antes hablarles, y sin permitirles voz alguna en su defensa.
Será una noche sin estrellas. A la orilla del bosque se siente la carne abandonar el cuerpo para seguir su camino, mientras el alma y los huesos doloridos se entregan a la quietud y a la muerte dentro del anillo invisible de la luna nueva. Atrás, todo ha quedado vacío de mí. Por delante, la potencia de mi presencia, la latencia de mi fallecer. Un nuevo camino sin trazar espera entre los árboles, y sé que en esta noche no debo caminar.

IV

Podría pasar el tiempo contenido dentro de la narración de dos encuentros—mismos que aún me son desconocidos— buscando una justificación para la división supratemporal de tu recuerdo. Apenas he descubierto una trivialidad: el papel de tu fotografía se quedó sin voz desde que también se quedó sin ti.

Y, con todo, está decidido a mantenerte entre sus delgadas láminas de pasado transparente y retoques artificiales a la nostalgia apenas explicada.

Pero mi búsqueda no es mera superstición o neologismo. Mi búsqueda va mas allá del libro adecuado y de las presencias en dos falsas dimensiones. Sé que estás guardada en un latido que casi llega tarde; en uno de esos latidos que casi presagian la muerte inevitable de quien ama al amor estando solitario, latido que es parte del ritmo de un corazón que quiere callar, pero que es tan cobarde que no se atreve a detenerse por completo. Latidos que amenazan con bailar entre el ritardando y el morendo, para luego reiniciar la sinfonía con el tempo de la invocación. Es el latido quien te contiene, el latido que no te deja llegar.

Y es que prefiero buscarte en los latidos y las caricias sin fundamento, porque cuando aún eras –¿o tal vez “estabas”?—me enseñaste que para el amor no hay sabidurías ni atajos en lo escrito, y que en las letras sólo queda dicho lo que de otro modo es mejor callar. Y por eso extraño tu poesía cotidiana; ésa que me viene vacía de métricas y versos, y que sólo queda redactada cuando con las manos desnudas colocas de nuevo los vientos en su lugar.

Así, debo confesar que no me he quedado difluyente. Muy por el contrario. Ya interrogué ambas caras de tu imagen atacándolas con la mirada impropia de la súplica y con el violento tacto de la falsa venganza. Ya saqué cada uno de los pétalos del pasado del amarillento espacio que te rodea ahora que no estás ahí. Torturé tus ropas y tus tiempos, pedí respuestas en la puerta de tu desnudez. Pero todo cae en situaciones que corren tras situaciones, esquemas persiguiendo esquemas, y pasos inmóviles de una imagen tuya que siguen, imperceptibles pero en devenir continuo, caminando tranquilos tras de mí.

Y como sé que vienes en la brisa, haciendo el amor a las clepsidras para después romperlas, bebiendo sus gotas y segundos con labios de teorías inconclusas y calmas que acarician con la promesa de estar a punto de llegar, es por lo que, con los aromas, entre los latidos, y sólo por las noches, no te debo dejar de buscar.

V

Yo veía: Nubes ocultando nubes; velos de misterio resguardando los embriones del aire; líquido vuelto magia ante mis ojos, y redes de vapor entreveradas en los árboles; los alientos de las hierbas formando la cortina de la vida; las aguas por arriba y las aguas por abajo divididas por la bruma.
Yo veía la respiración del cosmos vuelta sutil en la exhalación primera de las piedras y las ramas; hojas convertidas en los cuerpos disimulados de la imaginación de la necesidad y la caricia; tierra levantándose de su sepulcro para volar con vida nueva, salvaje, a mi alrededor. Yo creía ver mi cuerpo puesto frente a mí en el frío de mi agitado delirio entre la hierba segundos antes de morir...
...O quizá era niebla. Sólo era la niebla.