sábado, 10 de mayo de 2014

LOS PREMIOS NOBEL DE LITERATURA (Parte 1)

-RAÚL CONTRERAS OMAÑA

Hace unos días decidí que uno de mis desafíos personales será leer en el transcurso de un año (mayo 2015) una obra de cada uno de los ganadores del Premio Nobel de Literatura desde sus inicios. No es una meta sencilla, si consideramos que dicha distinción se entrega desde principios de  los años 1900, pero estoy dispuesto a enfrentarla a cambio de conocer las ideas de quienes son considerados los mayores creadores literarios de los últimos dos siglos. ¿Qué es lo que cada uno tiene que lo hizo merecer el Nobel? Eso es lo que averiguaremos dentro de los siguientes doce meses.
Estando dispuesto a compartir con ustedes en este espacio los avances que vaya teniendo dentro de este largo sendero, comenzaré el día de hoy.

Comencemos por Rudyard Kipling (Nobel de Literatura 1907) y su obra “Libro de las Tierras Vírgenes”, que  es uno de los grandes clásicos de la literatura fantástica, y que sirvió como base para la película “El Libro de la Selva” de Walt Disney.  Lleno de reflexión y madurez, Kipling echa mano de todo lo que observó y vivió durante su estancia en la India, y puso en voz de sus personajes grandes enseñanzas morales e ideas llenas de sabiduría que nos llevan a conocer nuevos rincones de nosotros mismos. De acuerdo con el comité del Nobel, el premio le fue concedido “en consideración de su poder de observación, originalidad de imaginación, virilidad de ideas y un talento extraordinario para la narración”.
“-No hermanito. Esas no son sino lágrimas como las que derraman los hombres –le explicó Bagheera-. Ahora sí eres un hombre, y no sólo un cachorro humano, como antes. A la verdad, la selva se ha cerrado para ti desde hoy. Que corran, Mowgli; no son más que lágrimas.” –Libro de las Tierras Vírgenes (fragmento)-

En cuanto a Herman Hesse (Nobel de Literatura 1946) varios son los libros de su autoría que he tenido la oportunidad de leer, entre ellos “Narciso y Goldmundo”, “Siddhartha”, “Demian” y “El Lobo Estepario”. El estilo de escribir de Hesse es totalmente distinto al de Kipling: directo, reflexivo, maduro, alimentado en la soledad y reposado en la autodeterminación y en el poder del Yo y de la voluntad humana. Con muy evidentes influencias de filósofos como Nietzsche y Schopenhauer, la escritura de Hesse rescata la profundidad del hombre que se busca a sí mismo tanto en lo espiritual como en la autodeterminación de la vida y de la lucha por dejar atrás lo común para lograr la trascendencia. El comité del Nobel le otorgó la distinción “por sus escritos inspirados que, al crecer en osadía y penetración, ejemplifican clásicos ideales humanitarios y altas calidades de estilo”.
“-Hay muchos caminos por los que Dios puede llevarnos a la soledad y conducirnos a nosotros mismos. (…) Fue un comienzo, un despertar de la nostalgia de mi mismo.” –Demian (fragmento)-


Hasta la próxima semana.

lunes, 28 de abril de 2014

LA POBRE LECTURA EN MÉXICO

-RAÚL CONTRERAS OMAÑA

Hoy deseo puntualizar algunos datos sobre los hábitos de lectura en nuestro país que, como se publicó hace algunos días, ocupa el vergonzoso penúltimo lugar mundial en este rubro.
Comenzando con el número de libros   que los mexicanos tienen en casa, en encuestas realizadas a población abierta en tres grandes ciudades de nuestro país (DF, Monterrey y Guadalajara) se encontró lo siguiente: hasta el 81% de los encuestados reportó tener libros en casa; pero de todos estos 5% tienen sólo de uno a cinco libros, 36% de cinco a diez, 37% entre diez y cuarenta y nueve libros, y sólo el 3% tienen más de 50. No perdamos de vista que existe un 19% de entre miles de encuestados que aceptó no tener un sólo libro en casa –es decir, dos de cada diez mexicanos aceptan que manejan un nivel de lectura nulo-. Además, durante las preguntas iniciales, los encuestados consideraron como "libros" tanto las novelas y textos de consulta como los diccionarios escolares, cómics y revistas de espectáculos. Al eliminar de las respuestas todos estos elementos las cifras sufren cambios alarmantes: el porcentaje de mexicanos que no tiene en casa un libro que pueda considerarse “real” aumenta a un 45%. Y un tercer dato importante: del 73% de encuestados que reportó tener de 5 a 49 libros, sólo el 5% aceptó haber leído por lo menos la tercera parte de los mismos.
Dentro de los encuestados que afirman tener entre 10 y 49 libros en casa (de los que prácticamente todos ejercen alguna profesión) del 80 al 100% de sus textos se relacionan con un sólo tipo de materia: la de su ejercicio habitual. No existe variedad suficiente en cuanto a contenidos, y las lecturas sobre arte, poesía, novela u otras áreas resulta ser escasa.
Así, el aparente promedio de 2.9 libros leídos por persona por año en nuestro país es obtenido considerando cómics, diccionarios y libros de cada profesión. Pero si nos atenemos a los números de lectura real de libros de cultura general la verdad es que en México el promedio de libros leídos al año es menor a 0.5 por habitante. Y si queremos cifras todavía más tristes, vamos a lo monetario: el promedio de pesos que cada familia emplea al año para comprar libros es de $276, y por persona no supera los $72; y si comparamos el gasto anual total nacional que se emplea en compra de libros con otros rubros, veremos que en México se gastan al año casi cuatrocientos millones de pesos más para adquirir electrodomésticos y línea blanca, y hasta cuatro mil millones de pesos para comprar bebidas alcohólicas.
¿Por qué son importantes estos datos? Consideremos que en países como Noruega o Alemania, que ocupan los primeros lugares de lectura a nivel mundial, el promedio de libros leídos completos en un año por cada habitante va de los 24 a los 35, muchos más de los que la gran mayoría de los mexicanos llegan a tener en sus hogares durante toda su vida.
Deprimente, ¿verdad?

Hasta la próxima semana.

domingo, 1 de diciembre de 2013

"TODOS NUESTROS LIBROS SON FALIBLES"

-RAÚL CONTRERAS OMAÑA

En su ensayo titulado "La continuidad judía" el escritor Amos Oz comenta que "una gran parte de las Escrituras, incluida la Biblia en sus momentos más elocuentes, hace alarde de opiniones que no podemos comprender, y establece normas que no podemos obedecer. Todos nuestros libros son falibles". Debo comenzar por decir que hacía varios años ya que no me encontraba con una cita tan cargada de verdad. Y me parece importante hacer algunos comentarios al respecto.

En general, quienes tenemos por costumbre practicar la lectura en forma cotidiana, tendemos a juzgar a quienes no lo hacen acusándolos de parciales, sesgados, dogmáticos o intolerantes, y no comprendemos cómo es que su "corta visión del mundo" les permite vivir. Calificamos sus opiniones en comparación con nuestros parámetros literarios, y terminamos por no aprobar su visión o su modo de vida debido a que éste no se apega a los parámetros marcados por nuestros propios referentes teóricos. 

Nuestros márgenes de aceptación de lo que es correcto o incorrecto en el mundo pueden estar basados en un sinnúmero de libros, comenzando por los de línea sagrada o religiosa como la Biblia, el Corán, los Vedas o la Torá, pasando por aquellos de tinte filosófico/moral como la Crítica de la Razón Pura de Kant, el Capital de Marx, las Confesiones de San Agustín de Hipona, la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino, el Sistema de la Libertad de Schelling, la Etica de Aristóteles o El Ser y la Nada de Sartre, y cerrando con aquellos textos novelesco/narrativos que buscan erigirse como sumos censores de la moral o la ética de las sociedades, y que por su contenido incluso han llegado a ser perseguidos o destruidos, como Los Versos Satánicos de Salman Rushdie,  el Siddharta de Herman Hesse, 1984 de George Orwell o el Ulysses de James Joyce. Agregados a estos podemos incluir  aquellos textos de línea "espiritual" como el Kybalión, las obras de Metafísica, y los escritos de autores como Osho, Paulo Coelo, Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Conny Méndez y una muy larga lista de etcéteras.  De nuestros referentes e influencias literarias y culturales dependerá la visión que desarrollaremos del mundo y sus problemas, de las emociones y los sentimientos, de la inteligencia y de la vida, de la política y la economía, y de ahí partirán, en conjunto con la educación y las influencias familiares y de la sociedad circundante, los juicios con los que evaluaremos cada uno de los actos humanos que esté en nuestro alcance presenciar.

Sin embargo, esta columna se llama "Todos nuestros libros son falibles". Y lo son desde varios puntos de vista. Su primer sesgo, y el obstáculo más grande para que cualquier texto provea de una auténtica verdad absoluta revelada, lo constituye la unilateralidad. En general, incluso quienes leemos más de veinte libros por año, tendemos a encadenarnos a una sola visión de las cosas, a una sola línea de pensamiento, a un solo grupo de autores y pensadores similares entre si, y eso nos lleva a pensar que nuestras ideas con respecto a un tema son las únicas válidas. La falta de exposición a las ideas opuestas a las nuestras generalmente lleva a la intolerancia,  y esto puede curarse mediante la apertura a modos de pensar distintos, y a través de la práctica del debate con personas que realmente piensen diferente a como lo hacemos nosotros. Por ejemplo: si somos judíos creyentes, tendrá poco caso debatir sobre el concepto de Dios con otros judíos creyentes, ya que el enfoque es prácticamente el mismo. Pero si como judíos creyentes debatimos sobre el concepto de Dios con judíos agnósticos, o mejor aún, con miembros de otras religiones o culturas, en ese momento en verdad surgirá un conocimiento nuevo para ambas partes. Esto tiene una condición: el verdadero debate debe conllevar como sine qua non una alta tolerancia a la frustración y capacidad de escuchar sin tomar las ideas del otro como ofensa personal, para evitar caer en absolutos. Como decía Hannah Arendt, "toda cultura de Totalidad tenderá a odiar a la totalidad de las culturas". Quien desde el principio cree tener toda la razón de su lado, tenderá a despreciar toda visión distinta a la suya.

El segundo sesgo, consecuencia del anterior, se llama dogma. Al pensar que una sola idea contiene la razón absoluta, tenderemos a buscar imponer dicha idea a los demás a como dé lugar, porque pensaremos que hacemos lo correcto sin importar los sentimientos, conocimientos, trasfondo o necesidades del resto de los individuos. Esto puede suceder incluso con los principios que en su origen eran nobles o filantrópicos. Por ejemplo, al buscar defender a los individuos de la opresión de ciertos grupos religiosos, se puede caer en el extremo del odio a todas las religiones o sus símbolos, y dicha iconoclastía no es más que el reflejo de una intolerancia galopante ante lo que no siempre conocemos a profundidad, y confundimos el defender un derecho con la destrucción de una idea. Lo mismo pasa con la defensa de las libertades de cualquier tipo -pensamiento, escritura, credo, etc- donde dicha libertad puede volverse una obsesión tal que acabe en ataques incluso ante aquellos que voluntariamente desean seguir profesando algún credo o idea política en particular.  No sólo las ideas religiosas pueden ser dogmáticas. También la libertad, el agnosticismo y la ciencia mal llevadas o encaminadas pueden convertirse en dogmas intolerantes.

Finalmente, el tercer sesgo sucede cuando olvidamos que todos los libros, sean cuales sean, fueron escritos por otros individuos. Por personas de carne y hueso, con ideas propias, con sesgos propios, con errores y virtudes, con vivencias únicas y visiones distintas del mundo. Todo libro -incluidos los considerados Sagrados como la Biblia o el Corán- tuvieron que pasar por las manos de una o más personas, que modificaron y dieron línea al texto según la época, la sociedad, el país, la cultura, la religión y el momento histórico en el que vivieron; esto sin contar su muy personal trasfondo de educación, fe, familia, economía, lengua o tendencia política. Por si fuera poco, si a lo anterior le agregamos las transformaciones que sufren los libros con el paso de los años o los siglos, las múltiples veces que son reescritos o traducidos en diversos idiomas -y que es bien sabido que con cada traducción se pierde mucho del sentido original del texto-, las reimpresiones, ediciones, correcciones, cortes, comentarios y destrucciones que los mismos sufren, es obvio que cada libro que llega finalmente a nuestras manos contiene apenas una muy diminuta fracción de la totalidad de aspectos y visiones que se pueden tener sobre un sólo tema en particular en un momento dado. Ahora imaginemos si ponemos los libros que cada uno ha leído en comparación con la totalidad de libros que han sido publicados en todo el mundo a lo largo de la historia, ningún hombre o mujer que hayan pisado el planeta habrá llegado a leer en toda su vida siquiera una millonésima parte del saber humano que ha sido escrito o recopilado en todas las épocas. Así que, con lo que apenas hemos leído nosotros hasta ahora, ¿realmente podemos considerar que los libros son infalibles? ¿o que aquello que hemos leído nos permite juzgar y comprender el infinito de las ideas humanas que nos rodean?

Coincido con Amos Oz: todos nuestros libros son falibles. El secreto está en la apertura y el debate respetuoso, en escuchar y vivir, en viajar y entender, en ponerse en los zapatos del otro y, por supuesto, en desafiarnos a nosotros mismos y aceptar enfrentarnos a libros de temas y autores que sean por completo distintos a los que se encuentran en nuestra zona de confort siempre que sea posible. Quién sabe, tal vez al hacerlo descubramos algo de nosotros mismos que ni siquiera imaginábamos que se encontraba ahí. 

jueves, 30 de mayo de 2013

LA DEMOCRACIA COMO OBSESIÒN


Quisiera comenzar el día de hoy parafraseando a Julio Hubard, quien en su excelente ensayo “Cómo se pierden las Democracias” describe a estas últimas de la siguiente manera: “Comparada con otros sistemas, que se proponen como montañas edificadas, sólidas, completas, invulnerables ante meteoros, la democracia es una choza de palos en una explanada. Su fragilidad requiere constante mantenimiento, cambiar partes, amarrarlas, repararlas.”
He insistido ya en numerosas ocasiones dentro de estos escritos en decir que la Democracia es la más veleidosa e inestable forma de gobierno. En general, debemos aceptar que los poderes impuestos, como la Monarquía, la Oligarquía y la Aristocracia, dejan poco espacio para que la toma de decisiones pueda verse alterada, y las pugnas por dicho poder son poco evidentes. En general estas formas de gobierno se erigen sobre a núcleos jerárquicos bien establecidos y articulados, con mínima o nula intervención de la libre elección, lo que de un modo u otro mantiene la fluidez. Al pueblo, en estos casos, sólo le queda aceptar y asentir.
Pero al hablar de democracia, los errores de interpretación y de sistema comienzan desde sus primeros tiempos, en su nacimiento griego.
Es muy común escuchar a nuestros políticos o estudiosos del poder enorgullecerse de la democracia ateniense, e incluso colocarla en sus discursos una y otra vez como ejemplo de aquello a lo que nuestras democracias actuales se deben orientar. Para muchos políticos, Atenas es el ejemplo de la utopía en el Estado, hacia la que nos debemos orientar.
Sin embargo, existen diferencias de fondo y forma que resultan ineludibles si es que en verdad queremos comparar el gobierno de los tiempos de Clístenes (507 a.C) con nuestros sistemas actuales. Y podríamos comenzar por recordar que, en Atenas, la participación en asuntos del estado no estaba abierta a todos los individuos de una Polis (ciudad) determinada: la Ekklesía, o asamblea popular, sólo estaba integrada por los denominados “ciudadanos”, que eran los griegos varones mayores de edad, de nacimiento puro, y con suficientes ingresos económicos para poder dedicar una parte de su tiempo a la política. Es decir, las mujeres, los esclavos, los menores de edad, los pobres y los extranjeros quedaban automáticamente excluidos de la asamblea.
Lo anterior, aunque en la actualidad podría ser calificado como  discriminación, sucedía por una razón: aquellos hombres económicamente acomodados podían acceder a la educación, que no era un bien social como en la actualidad, sino más bien un privilegio de los hijos varones de las clases sociales más pudientes. De este modo los Nomóthetai (legisladores) y los miembros del Dikasterión (tribunal popular) se aseguraban de que quienes tuviesen en sus manos las importantes decisiones sobre la Polis ateniense contasen con la preparación suficiente para comprender la relevancia de dichos actos, no se dejarían intimidar, encantar o engañar tan fácilmente por los oradores y sus discursos, y contarían además con la capacidad económica suficiente para respaldar al Estado en sus diversos actos.
Pero alrededor de doscientos años después, cuando en los tiempos de Demóstenes se abren las puertas a la participación de sectores más amplios –y por tanto, menos preparados- del pueblo en la asamblea, fue cuando la toma de decisiones se volvió complicada y desorganizada, permitiendo el surgimiento de sofistas y demagogos quienes, con sus elaborados discursos llenos de metáforas y palabras intrincadas, prometían “gloria y revancha”, encantando el oído de las nacientes masas, y dando pie a la caída definitiva de la democracia ateniense a manos de aquellos que siempre buscan poder a cualquier costo, incluso a cambio de la mentira y la promesa vacía, logrando que sean los mismos ciudadanos quienes además los eligiesen y sirviesen. ¿Nos suena acaso familiar?
Hasta la próxima semana.

domingo, 15 de abril de 2012

BREVES COMENTARIOS PERSONALES A LAS RECIENTES REFORMAS DEL ARTÍCULO 24 CONSTITUCIONAL

-RAÚL CONTRERAS OMAÑA
En su “Discurso sobre Tito Livio”, Nicolás Maquiavelo escribió: “Jamás hubo estado ninguno al que no se diera por fundamento la religión, y los más prevenidos de los fundadores de los imperios le atribuyeron el mayor influjo posible en las cosas de la política.
Sin embargo, no debemos de pensar que un genio como Maquiavelo ignorase los males que con la entrada de la religión al poder caían sobre el pueblo, que considerase que el permitir la participación de la religión en la política fuera una medida noble, o que el perpetuar las teocracias era una sabia elección.

Maquiavelo conocía el poder que como medio de control de las sociedades tiene la religión, y fundamentaba su recomendación en tres puntos:
a)Primero, por mucho que le disgustase, tenía que reconocer que la religión fue el primer impulso que permitió pasar a las naciones de la ferocidad prehistórica hacia la sociabilidad de las civilizaciones.
b)Segundo, la experta manipulación de los líderes del clero puede permitir al gobernante usarlos como herramienta para justificar sus acciones ante un pueblo creyente e ignorante, empleándolos como parapeto y vía de persuasión.
c)Tercero, la religión es una herramienta útil para convencer a las sociedades de que los riesgos que se corren con ciertas decisiones del poder están destinados a conseguir el bien, porque cuentan con las bendiciones de una divinidad cualquiera.

El papel que han jugado las religiones dentro del Estado a través de la historia es confuso en el mejor de los casos. El echar mano de un principio intrínseco en el hombre como es la fe para manipularlo y acallarlo ha sido una herramienta política tan antigua que se tiene evidencia de su uso desde las sociedades egipcias y sumerias. Y resulta frustrante que más de 4000 años después
no podamos darnos cuenta de que nuestro gobierno actual, al permitir las declaraciones e intervenciones políticas de la iglesia católica, sigue jugando con las voluntades del pueblo a su antojo.

Pero la iglesia no tiene que olvidar un principio fundamental: la religión en el poder es, como cualquier otra herramienta, dispensable y reemplazable. Cuando los Reyes han dejado de necesitar de los líderes del clero, o cuando éstos han intentado usurparles el poder, el gobernante simplemente les ha mandado cortar la cabeza.