sábado, 23 de mayo de 2009

EL INESTABLE EQUILIBRIO

-RAÚL CONTRERAS OMAÑA-

¡Cuán distintos son la estabilidad y el equilibrio!

El equilibrio es veleidoso e impredecible, un oscilar constante y forzado de dos vectores sobre la punta de un dedo. Cada momento es un peligro. El más pequeño resoplar puede acabar con la aparente perfección, volver inestables las fuerzas, inclinar la balanza hacia cualquiera de sus lados.

El equilibrio es riesgo. El equilibrio es felicidad a plenitud máxima, en mínima duración. El equilibrio es vida, es emoción. Nos coloca al borde mismo del precipicio, amenazando con salvarnos en el último momento... o con arrojarnos sin clemencia hacia la nada.

Incluso entre los budistas el equilibrio de la perfección del Nirvana es símbolo del paraíso alcanzado, y a la vez, de la tentación máxima, del sitio terrible donde el más pequeño de los pequeños malos pensamientos -ese que es como un niño, desobediente y aventurado, fugaz y atrevido, malvado- puede arrojar el alma directo al vacío, al dolor, al sufrimiento eterno del séptimo y más profundo de los infiernos.

Porque el equilibrio nos enloquece con la incertidumbre, con la indesición, con el libre albedrío, con las múltiples opciones que parten del centro de apariencia siempre constante y engañosa... y por eso es más humano.

Por el contrario, la estabilidad es la calma que nos brinda la firmeza de lo inmutable, de aquello donde el vaivén entre los opuestos no es ya una realidad presencial. Uno de los platillos de la balanza finalmente ha caído: la justicia impera, el karma se cumple. Uno de los extremos triunfa para convertirse en absoluto.

Y cuando esto sucede todo queda en silencio. El cinetismo decae, el constante movimiento se adormece en su plenitud para convertirse en tiempo detenido, en espacio sin expansión, en potencia que se manifiesta en acto innmóvil y completo, un todo integrado. La impredecible expansión universal de la cola de la alondra, de la física cuántica, de las aguas primigenias de la matemática del caos, queda finalmente cimentada en génesis o apocalipsis, en big bang o big crunch, en todo o nada, en cosmos o vacío, en ser o no ser.

Y es en ese especial mundo callado de lo estable, en que el extremo ha triunfado sobre su contraparte negativa -la contraparte de cualquier cosa siempre será negativa ante los ojos del opuesto que resultó triunfante- donde se da el sueño, la caída, el agua calma... y la petrificación, inmutable y anquilosada forma de permanecer muertos en una vida que deja ya de lado su experiencia psíquica y creadora -como alma humana que se relaciona activamente con el mundo, quiero decir- para convertirnos en la fría y hermosa escultura de mármol que adorna las habitaciones a las que nunca quisimos pertenecer, y que parecen no tener final.
Es la misma mediocridad y el mismo tedio en el que Dios, si es que existe, debe pasar cada uno de sus eternos días: pudiendo hacerlo todo, mas no teniendo nada que hacer.

Los cuerpos ajenos son los opuestos. Su encuentro encarnizado bajo el estandarte de la pasión -química o humana, da lo mismo- es la más perfecta lucha por el equilibrio. La paz y el agotamiento resultantes son la fusión posterior a toda liberación de energía, son unidad, son estabilidad. Y la estabilidad de cualquier sistema -no importando su grado de complejidad- no significa otra cosa más que su muerte.

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