sábado, 30 de mayo de 2009

UN CUENTO GÓTICO

RAÚL CONTRERAS OMAÑA

En una forma inesperada y oscura las caricias tomaron sentido. Nada había sucedido desde la última luna llena, desde el último acorde en quintas que llenó el aire denso de un clamor profundo, de una voz grave que sólo podía preconizar la llegada del siguiente movimiento en una sinfonía casi esquizoide que para entonces parecía no tener final.

Las cuerdas de los violines gritaban, los coros casi sagrados que surgían lentamente desde algún lugar oculto entre las sombras de unas manos sucias acabaron por ocupar todos los espacios, por hacer vibrar todas las paredes, por llevar el polvo hasta los más pequeños rincones de la mente de cada uno de los testigos de aquella revelación. Y sin embargo, bajo las miradas de todos los ojos cerrados, las caricias seguían tomando sentido.

Alguien susurró en el oído de la nada: “es sorprendente la cantidad de secretos que pueden resguardarse tras un par de cortinas que apenas si pueden sostenerse a sí mismas”. No hubo respuesta. Todos en el fondo sabían lo que aquello significaba: los sueños pierden su sentido cuando son arrancados del cálido útero de la noche. Sin embargo todas las ilusiones tienen que nacer, todos dormimos en el seno de la tierra antes de volver a conocer el amanecer –ahora tan lejano para unas pupilas blancas que apenas si logran mirarse a sí mismas en el espejo de lo que ya no está-.

Los cuerpos se despojaron de sus vanidades sobrantes para encender la hoguera que habría de consumir los residuos de la niebla. Aquello no era un aquelarre, no podría serlo. Había demasiados ángeles presentes. Las alas quemadas, las rodillas con las marcas de un suelo blanquinegro. Y con todo, el beso azul sobre cada piel marmórea alcanzaba a despedir un breve destello fugaz entre las hojas, delatando la muerte de dos cuerpos que quizás nunca estuvieron ahí. Al fondo, lo tenue se convertía en la desesperación de un grito que casi nadie escucha, pero que todos saben que está ahí, rompiendo las prohibiciones de un vacío impuesto por seres ajenos que, de tanto llorar, habían aprendido bien a intervenir en el temor de los humanos.

Parecía que se habían roto todos los vitrales, que se había quitado lo sagrado a todas las cruces de todos los altares, que todo vino y toda hostia habían vuelto a ser carne y sangre otra vez. Las notas marchaban ahora a un paso más lento, cruzando el umbral que separa el rittardando del morendo, acompañadas en su viaje por el abrazo de los cellos que emitían el suspiro del dolor y el abandono de las lejanías que una vez fueron suyas, y la entrega dentro del asfixiante humo del incienso dejó sólo el rastro del sudor y el vino sobre un encaje antiguo que hace apenas unas horas parecía tener vida propia mientras robaba un poco de la de alguien más.

El descanso de la madrugada todavía se vislumbraba lejos. La última lágrima de cera dejó saber a todos que las velas negras finalmente se habían consumido por completo. El aroma, espectro silencioso que impregnaba la nave del recinto, sólo podía ser descifrado por la tristeza de un dios antiguo. Una copa sucia sellaba el pacto del final de un tiempo que apenas se convertiría en principio…

… fue entonces cuando las caricias tomaron sentido.

sábado, 23 de mayo de 2009

EL INESTABLE EQUILIBRIO

-RAÚL CONTRERAS OMAÑA-

¡Cuán distintos son la estabilidad y el equilibrio!

El equilibrio es veleidoso e impredecible, un oscilar constante y forzado de dos vectores sobre la punta de un dedo. Cada momento es un peligro. El más pequeño resoplar puede acabar con la aparente perfección, volver inestables las fuerzas, inclinar la balanza hacia cualquiera de sus lados.

El equilibrio es riesgo. El equilibrio es felicidad a plenitud máxima, en mínima duración. El equilibrio es vida, es emoción. Nos coloca al borde mismo del precipicio, amenazando con salvarnos en el último momento... o con arrojarnos sin clemencia hacia la nada.

Incluso entre los budistas el equilibrio de la perfección del Nirvana es símbolo del paraíso alcanzado, y a la vez, de la tentación máxima, del sitio terrible donde el más pequeño de los pequeños malos pensamientos -ese que es como un niño, desobediente y aventurado, fugaz y atrevido, malvado- puede arrojar el alma directo al vacío, al dolor, al sufrimiento eterno del séptimo y más profundo de los infiernos.

Porque el equilibrio nos enloquece con la incertidumbre, con la indesición, con el libre albedrío, con las múltiples opciones que parten del centro de apariencia siempre constante y engañosa... y por eso es más humano.

Por el contrario, la estabilidad es la calma que nos brinda la firmeza de lo inmutable, de aquello donde el vaivén entre los opuestos no es ya una realidad presencial. Uno de los platillos de la balanza finalmente ha caído: la justicia impera, el karma se cumple. Uno de los extremos triunfa para convertirse en absoluto.

Y cuando esto sucede todo queda en silencio. El cinetismo decae, el constante movimiento se adormece en su plenitud para convertirse en tiempo detenido, en espacio sin expansión, en potencia que se manifiesta en acto innmóvil y completo, un todo integrado. La impredecible expansión universal de la cola de la alondra, de la física cuántica, de las aguas primigenias de la matemática del caos, queda finalmente cimentada en génesis o apocalipsis, en big bang o big crunch, en todo o nada, en cosmos o vacío, en ser o no ser.

Y es en ese especial mundo callado de lo estable, en que el extremo ha triunfado sobre su contraparte negativa -la contraparte de cualquier cosa siempre será negativa ante los ojos del opuesto que resultó triunfante- donde se da el sueño, la caída, el agua calma... y la petrificación, inmutable y anquilosada forma de permanecer muertos en una vida que deja ya de lado su experiencia psíquica y creadora -como alma humana que se relaciona activamente con el mundo, quiero decir- para convertirnos en la fría y hermosa escultura de mármol que adorna las habitaciones a las que nunca quisimos pertenecer, y que parecen no tener final.
Es la misma mediocridad y el mismo tedio en el que Dios, si es que existe, debe pasar cada uno de sus eternos días: pudiendo hacerlo todo, mas no teniendo nada que hacer.

Los cuerpos ajenos son los opuestos. Su encuentro encarnizado bajo el estandarte de la pasión -química o humana, da lo mismo- es la más perfecta lucha por el equilibrio. La paz y el agotamiento resultantes son la fusión posterior a toda liberación de energía, son unidad, son estabilidad. Y la estabilidad de cualquier sistema -no importando su grado de complejidad- no significa otra cosa más que su muerte.