sábado, 8 de diciembre de 2007

BREVE HISTORIA DE UNA TRADICIÒN NAVIDEÑA

“En cuanto a la señal de su nacimiento: vendrán de Oriente con una estrella más luminosa que el sol(...), ya que no se tratará de una estrella sino de un ángel de Dios”.
-Evangelio Apócrifo Árabe de la Infancia de Jesús (fragmento)

Éstas son fechas distintivas por los festejos y tradiciones que las rodean, y justo es dedicar un par de espacios a las vivencias y emociones que en estos momentos llenan las mentes y corazones.
Y si de tradiciones hablamos, pocas más mexicanas durante estos días de diciembre que la celebración de una pastorela: representación de las peripecias que sufren los pastorcillos para llegar hasta Belén con sus obsequios y deseos de adoración para un recién nacido niño Jesús, no sin antes haber sorteado las trampas y engaños de un demonio malicioso que trata de desviarlos de la senda; todo esto salpicado de bromas y situaciones humorísticas que llevan de la mano al espectador hasta un bien sabido desenlace.
Pero, ¿cómo surge la tradición de la Pastorela? Revisemos la historia: De entre los muchos Evangelios escritos durante el Cristianismo Antiguo, sólo cuatro resultaron finalmente elegidos para fungir como Canónicos –es decir, auténticos o legales— bajo el mandato del Emperador Constantino en Roma, y fueron los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Ahora bien, de entre estos cuatro, sólo dos describen la concepción y el nacimiento de Jesús en un pesebre –Mateo, en forma muy superficial, y Lucas—, ya que los otros dos no hacen mención de la infancia en ningún momento. Y aún así, sólo el Evangelio de Lucas en su capítulo segundo habla de cómo recibieron los pastores la “Buena Nueva” –que en griego se escribe Eú Angelión, es decir, Evangelio— y de cómo siguieron éstos el llamado para buscar a su señor. Y ya de los Evangelios no reconocidos por la Iglesia Católica como oficiales o auténticos –los famosos Apócrifos— sólo el llamado “Evangelio Árabe de la Infancia”, escrito hacia el siglo IX d.C. describe el nacimiento de Jesús en una cueva, presenciado por una anciana, quien se sorprende al ver que el niño, en plena noche, “brilla con una luz tan hermosa como el fulgor del sol”. Eso es lo que está en los textos, al alcance de todos.
Pero comencemos por recordar un punto importante: en los pueblos de la antigüedad el número de personas que sabían leer y escribir era muy contado: sólo los sacerdotes y los miembros de la realeza -con excepción, claro está, de los fenicios, donde todas las clases sociales dominaban la escritura comùn gracias a su intensa actividad comercial-. Así, la única manera con la que las Castas Religiosas contaban para comunicar al pueblo el contenido y las leyendas de sus Libros Sagrados no podía ser otra sino la narración oral, misma que se llevaba a cabo en las esquinas, templos y mercados, y que con el paso de los años se enriqueció con la representación actuada, donde un personaje simbolizaba al bien y otro al mal, para hacer más fácil la comprensión del mensaje. Y esto continuó una vez nacido el Cristianismo, e incluso se mantuvo como práctica hasta etapas muy tempranas del Renacimiento cuando eran los poetas y los monjes viajeros quienes llevaban el mensaje hablado de salvación a los pueblos y ciudades de la época, tanto para ricos como para pobres.
Gracias al drama, las imágenes empiezan a valer más que mil palabras. Y si estas imágenes además van acompañadas de cantos, narración y movimiento, su capacidad de impactar sobre las emociones de quienes las admiran se vuelve casi total.
Pero esta idea no es del todo original del Cristianismo. Muchos siglos antes de que éste último naciera como religión, otros grupos utilizaban ya esta vía de enseñanza y revelación. Los representantes de las religiones del Medio Oriente antiguo, como los cultos a Baal y a Moloch entre Asirios y Babilonios, y posteriormente al dios Mitra en Persia y Roma, echaban mano de la actuación para hacer llegar sus mensajes sobre la creación y la destrucción del mundo al pueblo, en su mayoría compuesto por agricultores y ganaderos, y en menor medida por alfareros, soldados y albañiles. Y es ya más tardíamente, también en Persia, que con el nacimiento del Mazdeísmo –o Zoroastrismo por su fundador, Zoroastro o Zaratustra— que las ejemplificaciones de las luchas entre el Bien y el Mal, entre Luz y Tinieblas, entre un “Ángel” y un “Demonio”, nacen en las esquinas de las plazas y Templos para dejar en claro a la población que estos dos principios opuestos existen y que es deber del hombre seguir siempre al más noble y puro de ellos: la Luz, la Gran Luz, la Verdadera Luz. Y los Griegos, varios siglos por delante, en sus cultos conocidos como “Misterios” hacían gala de majestuosas escenificaciones para expandir los mensajes de salvación y en las que ya podemos encontrar que símbolos como la vid, el olivo, el vino, el trigo y el muérdago eran ya considerados elementos sagrados. Como ejemplos tenemos los Misterios de Dionisio, de Orfeo y de Eleusis, de los cuáles tanto Romanos como posteriormente bárbaros nórdicos invasores tomaron símbolos y ritos para enriquecer sus cultos, los que se expandieron por toda Europa.
El Cristianismo, en sus años más tempranos, seguía también sus misterios para comunicar el Evangelio de manera actuada a unos pocos elegidos –primero a los Apóstoles, luego los Catecúmenos—, quienes recibían la enseñanza en secreto, escondidos en catacumbas, criptas subterráneas bajo templos de otras sectas y religiones, y cuevas. Pero en la Edad Media, con la “reglamentación” del Cristianismo y el nacimiento de los sacerdocios, el mensaje, la Buena Nueva, se vuelve patrimonio de toda la humanidad, por lo que las escenificaciones con motivos bíblicos, y particularmente las que enseñan el nacimiento del Cristo y la lucha entre los Arcángeles y Lucifer comienzan a llevarse a cabo en todas las ciudades.
Y en México, inmediatamente después de la primera conquista española –la de las armas— se vivió la inevitable y aún más profunda segunda conquista: la espiritual, la de la fe. Ésta no iba a lograrse por la fuerza: se daría por el convencimiento, por la suplantación de Dioses y lugares religiosos, y sobre todo por la representación, haciendo partícipes del drama a los pastores y agricultores indígenas, y haciéndoles sentir que su presencia es fundamental para que el mensaje de Jesús siga transmitiéndose de generación en generación. Nace así la pastorela, tradición que se disfruta en México desde los tiempos coloniales y que seguimos disfrutando en los albores de este siglo XXI.

1 comentario:

Jose R. Badillo dijo...

Bien Q:. H:.por ilustrarnos del origen de las tradiciones navideñas. recibe un fraternal saludo, bienestar y una feliz Navidad.
Atte.
M:. M:. Estanislao Escamilla Malo
M:. M:. José R. Badillo