miércoles, 2 de enero de 2008

EL POETA DE TIERRA

El poeta de tierra hundió profundo sus dedos en el propio pecho. Estaba amaneciendo, y el aroma de la vida que se escapa con cada suspiro se quedó fuertemente agarrado de su nariz. El día comienza. El cielo comienza. El canto comienza. Le fue fácil aceptar el despertar, sus largos años le habían enseñado que todo tiene un principio y un final.
Se vistió con la calma de la que es capaz aquel que ha perdido el miedo a los sonidos de lo inmóvil, y se sacudió los restos de noche que se habían quedado dormidos sobre él. Dando pasos casi imperceptibles, difuminados uno a uno con la luz de la mañana, se acercó al umbral del recuerdo hueco que habitaba—¿dónde más, si no ahí, podría vivir un buen poeta?—para asomarse al mundo, que en ese momento no tenía nada nuevo que decir.
El poeta de tierra sintió entonces su cuerpo: era un buen cuerpo, arenoso y húmedo, tibio y pastoso, amable. Hecho de la hojarasca que no se pierde con el viento. Y cada hoja era una memoria, cada memoria una palabra, cada palabra una hija lejana que lo abandonaba con cada nuevo escrito resignado. Así era su cuerpo. Y le gustaba. Aunque ocasionalmente le dolía, como pasa siempre con las memorias que nos metemos en el cuerpo para llegar a ser.
Pero fuera de las brevísimas interrupciones de la nostalgia, su vida seguía como agua que sale de una oxidada toma callejera: tranquila y sucia a la vez. Predecible. Casi monótona. Siempre le divertía fingir sorpresa en los momentos apropiados. Creía firmemente que en eso radicaba una pequeña parte del secreto del ser feliz. Secreto que aún no era suyo del todo, pero que alcanzaba a adivinar cada vez que sus páginas se convertían en grullas de papel para salir volando por la ventana—si es que los recuerdos cuentan con tal cosa—, buscando manos necesitadas de un poco del anhelo perdido.
Y es que, para él, en eso debía consistir el trabajo del poeta: en la narración de los misterios de las rocas, en la construcción de letras que se perdieran en voces diferentes, en la descripción detallada de cada uno de los ladrillos que alguna vez conformaron la casa de las infancias perdidas, y en el deshojar de las flores que nunca crecieron cerca de él. El poeta debía intuir la caricia, pensar el vacío, decir los silencios y contar los cuentos del mundo que para su desgracia nunca dejan de escribirse. Cada poema se convertía, en manos del poeta, en historia cotidiana no pedida, en crónica de un destete inacabado. Y así aceptaba que fuera. Cronista antes que historiador, historiador antes que poeta pero, muy a su pesar, poeta. Todavía poeta.
Aquel día él era una sombra tenue, un grito bajo la penumbra del tiempo, una pintura impresionista del hombre que alguna vez fue. Sus manos, puntillismo elegante de polvo con incienso, trazaban senderos cada vez que levantaba el brazo, y sus pies de arena mojada contrastaban con lo seco y ahora desgranado del lugar donde alguna vez sus ojos se pudieron ver. Apaciblemente, y sin lágrimas posibles, decidió sentarse a descansar. Minuto a minuto las nubes se juntaron sobre su cabeza, y el ambiente se impregnó rápidamente con la angustiante sensación de los momentos que se van.
Así empezó a llover, y el poeta de tierra se disolvió en esencia de sí mismo, en colores de bruma que se entregan sin lucha a la corriente, y su recuerdo protector se hizo cada vez más pequeño, hasta poder esconderse temeroso en la palma de la mano. Ambos durmieron, y se hablaron largo tiempo en el oído, y su abrazo no dejó de tejerse sino hasta que el penetrante aroma de un nuevo rocío los despertó.
Cenizas en cenizas, lodo en lodo. Tintas y papeles blancos como huellas últimas del sacrificio incuestionado. Nadie estuvo ahí cuando el poeta de tierra entregó su cuerpo al resto de los cuerpos que se van.

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