sábado, 4 de abril de 2009

VOTO EN BLANCO

RAUL CONTRERAS OMAÑA
En su columna periodística titulada “No a la partidocracia”, (diario MILENIO edición nacional, página 12, sábado 14 de febrero 2009), Joel Ortega Juárez hace una severa crítica a la manipulación de las preferencias electorales que se ha originado en nuestro país a partir de la reforma del IFE y la aparente “regulación” de los spots publicitarios a los que tienen acceso los partidos políticos dentro de la programación de las grandes cadenas televisivas. Según nos dice, y cito textualmente:

“(…)Una sociedad despojada de mecanismos e instrumentos políticos para poder expresarse y resolver sus contradicciones de manera política puede generar estallidos de destino desconocido.
(…)No basta denunciar esa perversión. Quizá sea necesario provocar o acelerar una crisis de ese sistema partidocrático. La abstención, tanto la inercial como la que pudiese ser consciente, no sirve. Habría que pensar en algo más preciso y contundente.
Puede ayudar a ello si millones optamos por acudir a las urnas y llenar las boletas con la leyenda: FUERA LA PARTIDOCRACIA”.


En resumen, su propuesta es que en los tiempos que atraviesa México, plenos de inseguridad e ineptitudes, no debemos renunciar al ejercicio de la democracia ni aplicar abstencionismos, sino que debemos hacer uso total de nuestros derechos políticos acudiendo a las urnas, si, pero inutilizando las boletas para hacer evidente nuestro descontento ante la situación actual del país.

Un voto en blanco por sí sólo es un voto perdido, regalado al mejor postor. Un voto no depositado por abstencionismo es más bien cobardía, apatía o indiferencia, y no verdadera protesta social. Pero una papeleta depositada por mano del votante, que además ha sido inutilizada por él mismo mediante una leyenda o una cruz que abarque a todos los candidatos a la vez, no puede significar otra cosa: es un ciudadano inconforme, una verdadera protesta, un ejercicio libre de nuestra capacidad de decir “¡ya basta!”.


Por supuesto que esta idea, aunque aparentemente radical, no es nueva en absoluto. Ya en su novela titulada “Ensayo sobre la lucidez” (editorial Punto de Lectura, México, DF, 2004), el escritor portugués José Saramago, premio Nobel de literatura 1998, lanza al aire una pregunta: ¿qué pasaría si un día de tantos, en una ciudad sin nombre, que pertenece a un país desconocido, en el día de las elecciones más importantes para la región, la práctica totalidad de sus habitantes decidiera presentar su voto en blanco?


Esta no es una pregunta carente de trascendencia. El desarrollo completo de la novela se basa en el caos que tal acto de rebelión podría desencadenar en una nación, en los temores del gobierno ante un gesto revolucionario tan difícil de predecir y descifrar: ¿se trata de una trampa tendida por grupos anarquistas internacionales? ¿se trata de un intento de golpe de estado por parte de extremistas desconocidos? ¿será reflejo de una inconformidad social real, o es sólo consecuencia de la manipulación de intereses ocultos o de poderes fácticos? Porque hay que aceptarlo: un solo voto en blanco, como expusimos antes, no es suficiente. Pero un millón de votos en blanco son ya negocio aparte; no hay país ni institución política que pueda manejar un rechazo de tal magnitud a las vías establecidas de gobierno; no hay estructura social lo suficientemente cimentada como para no colapsarse ante el impacto del terremoto de la voz de un pueblo unificado, terremoto cuyo epicentro es la democracia misma.

Así, todo lo antes dicho lleva a lo siguiente:

La democracia es, sin duda, la forma de gobierno más justa y plural de todas. Los movimientos ideológicos y las luchas revolucionarias e independentistas que se han dado en todo el mundo (y que en nuestro país están a punto de cumplir cien y doscientos años, respectivamente) han tenido como meta principal el derrocamiento de los gobiernos basados en privilegios y opresiones, para establecer aquellos cuyos fundamentos son igualdad social, justicia social, derechos humanos, participación colectiva, equidad en la aplicación de la ley y una constante comunicación entre las cabezas del estado y los miembros del pueblo libre y soberano.

Sin embargo, la democracia no es perfecta. Ninguna forma de gobierno lo es, y esto es sabido desde sus inicios en la Atenas de Pericles. Mientras más sean las personas que intervengan en la toma de decisiones, más complejo se vuelve el proceso, y queda más expuesto a contaminación por errores humanos como la corrupción, el clientelismo, la extorsión, la demagogia y, por supuesto, la llamada democracia dirigida, que no es otra cosa más que la ilusión creada por aquellos que detentan el poder para hacer creer a los pueblos que son capaces de tomar sus propias decisiones y de elegir a sus representantes y gobernantes, cuando en realidad sólo se les permite hacerlo de entre aquellos que ya han sido previamente escogidos dentro de los grupos en el poder, y no de entre el total de la población… tal como sucede en nuestro país.

La democracia directa, que es la forma más pura ejercida desde la Grecia antigua, en la que cada uno de los miembros de la sociedad que cumpla ciertos requisitos tiene derecho a voz y voto, y a representarse a sí mismo dentro de las reuniones de estado, es la que aparente ser la ideal y única a ejercer, pero depende de una condición fundamental que la vuelve inaplicable en nuestros tiempos: una educación suficiente y generalizada, que permita a todos los miembros de la sociedad comprender las necesidades del país y las propuestas que sobre estas presentan sus dirigentes. Es decir: la sociedad completa debe tener un cierto nivel de conocimiento de los diferentes conceptos de política y economía, así como de derecho, para aplicar la democracia directa en forma adecuada, para ser considerada un verdadero grupo de ciudadanos en toda la extensión de la palabra. Y en México, este requisito no se cumple ni siquiera en forma remota, por lo que la democracia directa no es una opción real.

Por otro lado, la democracia indirecta, que es aquella en la que el pueblo elige a sus representantes, para que éstos tomen las decisiones en su nombre, y que es la que se vive en casi todas las naciones en la actualidad, cuenta con la desventaja de ser injusta desde sus inicios, ya que la mayoría de los representantes toma las decisiones sin consultar ni informar al pueblo que los eligió, además de que en general está manipulada por aquella democracia dirigida de la que antes hablamos, lo que hace del ejercicio democrático una compra-venta de votos y de cargos, una carrera desesperada hacia el poder personal o grupal que deja atrás a sus gobernados, que los sumerge en la ignorancia acerca de las realidades que atraviesa su propio país, y que los convierte en presas vulnerables de la corrupción, y en eslabones frágiles ante los continuos golpes de los vicios, la inseguridad, la invasión ideológica y la pérdida de valores.

Pero con todo y sus desventajas, la democracia aún cuenta con herramientas aplicables por parte de los ciudadanos, y una de las más importantes lo es sin duda el sufragio libre y secreto; tan secreto que puede ser emitido en blanco, tan secreto que podemos escribir en él nuestra inconformidad social. El voto es nuestro, de cada uno de los miembros del estado. El uso que de él hagamos depende de nuestra voluntad personal y grupal. El voto no sirve sólo como medio de elección partidista, también puede ser utilizado como vía de denuncia política, de cambio en las instituciones y de transformación social, si esa es la voluntad de los ciudadanos.

Entiéndase bien: hoy yo no estoy invitando a nadie a depositar un voto en blanco, o a escribir una denuncia de hartazgo político en su papeleta. Más bien vengo a invitarlos a buscar vías similares de unión y manifestación ciudadana, a buscar armas dentro del ejercicio democrático para emanciparnos ante la incapacidad política y la corrupción de las que día a día somos presa los ciudadanos de este país. Si miles de personajes de ficción de una novela pudieron unirse para dar una lección a sus gobiernos, ¿por qué no hemos de poder hacerlo nosotros, los ciudadanos de carne y hueso, que sufrimos de los mismos malestares sociales? ¿o es que acaso la apatía ha ganado definitivamente la batalla?

Dice el mismo Saramago, en voz del personaje principal de su novela antes mencionada:

“Es regla invariable del poder que resulta mejor cortar las cabezas antes de que comiencen a pensar, ya que después puede ser demasiado tarde”.

Nosotros, los ciudadanos responsables, no dejemos que el poder nos corte las cabezas. Pongámoslas a trabajar día y noche, en unión con nuestras familias, amigos y vecinos, para levantarnos y exigir a los gobiernos la nación libre, soberana, pacífica y segura a la que tenemos derecho tan solo por haber nacido bajo el cobijo de las alas de la democracia.

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