lunes, 4 de agosto de 2008

AUTOBIOGRAFÍA DE UN LOCO QUE CONOCIÓ LA SOLEDAD (I-IV)

I
Tuve la fortuna de nacer el día de la revelación del doble infinito, en uno de esos meses que se pierden entre la mitad del primer año y la vida que está por terminar.

Cuando llegó el momento de abrir los ojos, yo sólo podía pensar en cerrarlos de nuevo para comenzar a conocerme en soledad, en esa decadente soledad que, de ahí en adelante, me arroparía y alimentaría, me arrullaría y me contaría historias para ayudarme a dormir... me olvidaría.
El mundo del sueño era mi mundo, ella siempre lo supo. El de afuera se me presentaba demasiado organizado.

Así que todo lo que deseaba era dormir. Después de dormir, podía sentir que el mundo cambiaba un poco, se convertía en un juego de reflejos mal acomodados, se opacaba. La molesta luz de la vergüenza humana dejaba de lastimar mis ojos, y de incomodar mi soledad. En realidad, ahora que lo pienso, había poco que yo pudiera decir acerca de esos instantes de suave y profundo descanso, de esos pequeños momentos en que la vida se apagaba, y soplándome tibieza sobre el rostro y la memoria, me abandonaba casi sin sentirlo... hasta que lograba fusionar mis miedos en un punto ausente. En un punto del cual no quería salir. Punto con pobreza de extensión, pequeño e indefenso, que me aceptaba y resguardaba, que me conocía y entendía mi necesidad de descanso... y de seguridad.

Y desde el primer segundo del primer minuto de la primera hora del primer día de mi recién iniciada muerte, la soledad permaneció a mi lado. Y es que mi soledad fue la única que, desde el principio, pudo –o cuando menos intentó— mirar a través de mí. No perdía el tiempo en lisonjas o balbuceos, en bromas torpes sobre el imaginario colectivo acerca del futuro o en juegos ilusorios siempre insultantes para la inteligencia. No. Ella me atravesaba, se asomaba a todo cuanto había dejado a mis espaldas como si mi cuerpo fuese niebla, criptográfica ventana de la cual sólo ella conocía la clave. Podía invadirme, palparme, acariciar los secretos resguardados en cada una de mis vísceras; miraba y analizaba con detenimiento mi pasado aún por escribirse, los remordimientos que poco a poco seguirían mancillando mi conciencia... me convertí en el vitral deslavado a través del cuál ella estudiaba el alma humana, y yo agradecía su paz.

Porque, después de todo, conmigo siempre fue indulgente y comprensiva. Nunca supe de juicios infundados, nunca de mañanas o rencores. De su silencio sólo obtuve una sonrisa. Y yo la necesitaba, me perdía entre sus cabellos... yo amaba a mi soledad.
II


Estoy seguro de que me será difícil olvidar el camino recorrido, los escalones que he debido subir uno a uno hasta llegar a ser lo que no soy, lo que espero soñar con ser algún ayer, lo que dejo de ser en cuanto recobro la conciencia para percatarme de la sensación impalpable, de la luz mutable, del principio inexistente que sostiene el espejismo en el que vivo.

Aquellos fueron días terribles, de hambre reprimida, de valor inexistente, de engaños y limosnas justificados con zapatos de suelas perforadas... todo siempre mejor que pasar una noche más en pleno ayuno.
Pero todo acaba por pasar, todo se disfraza de negación y eufemismo.

Y comenzamos a reescribir la realidad, esa idea de realidad que forzamos a convertirse en realidad “palpable” pero insípida y sin aroma. Un nuevo lugar seguro, un estado de paz, un escondite tibio que nos mantiene a salvo de nuestros recuerdos, que nos abraza y nos contiene entre manos firmes pero sin vida, manos que hemos esculpido con caricias retenidas y deseos de ya no despertar...

...de ya no dormir...
...de ya no estar...
...de ya no ser...
...y de dejar de llorar.

No es más que la misma cuerda, sólo que con distinta tensión. No es un material diferente, sino una vibración variable. No es un calibre mayor o menor, sólo baila con oscilaciones cambiantes para deleitar el corazón con acordes aparentemente nuevos... pero no es más que la misma cuerda. Así era el universo Pitagórico, así es el universo astrofísico-cuántico. Así vivimos la disolución del tiempo en el espacio cuando se vuelve inexistente, cuando la cuerda regresa a su tensión original, cuando nos alcanza un pasado que en realidad nunca partió.

Cuando la luz se vuelve lenta, cuando la materia se pierde en la nada, cuando el futuro nunca llega realmente a existir, cuando la música de las esferas nos arrulla en la dulce muerte transitoria de morfeo para que la locura acaricie nuestra memoria, para olvidar...

...para olvidar. Hasta que llega el momento de enfrentar la verdad: el pasado no existe, el presente es escurridizo y transitorio, y el futuro nunca llegará. La cuerda volverá a su estado original, y su elasticidad golpeará nuestro rostro, recordándonos el ferroso sabor de la sangre...

...de esa sangre que es irrealidad. Irrealidad que ha dejado de parecernos tan lejana.
III


He pasado tanto tiempo en esta habitación que, muy a mi pesar, el equilibrio me parece despreciable.

Cuatro paredes blancas, alfombra gris de uso pesado, un colchón viejo... todo se vuelca sobre mí, me ahoga, me crucifica. Pero tengo tanto miedo de salir...

Los últimos amaneceres no han sido fáciles, ni los despertares deseables; casi no duermo, y en una crisis de agitación arranqué el cable telefónico de toda la casa. Aún así, el sólo recuerdo del molesto timbre retumbando en mis sienes me vuelve loco y me provoca ganas de gritar, y vomitar.

Llevo ya dos semanas encerrado, de las cuáles los últimos tres días han sido los más difíciles. No he parado de temblar, y los escalofríos me azotan sin piedad. Tal vez sea el hambre, tal vez la fiebre, tal vez la soledad.

La soledad. Franca y palpable manifestación de la verdadera estabilidad, de la Causa Primera, del Principio del Todo. Antes de que el mundo fuera mundo, de que el hombre fuera estorbo, y de que alguna energía mediocre decidiera en forma ególatra y autocrática condecorarse con el pomposo título de Dios, la nada debió estar inundada en soledad. Y no puede haber sido de otro modo. Únicamente bajo el influjo seductor de la soledad el verdadero ser se manifiesta, se libera, se expande vanidoso y afirmado en su realidad, muestra sus virtudes y defectos ante nadie. Se autoafirma como conciencia, se diviniza, se empapa del yo soy. Busca su equilibrio mediante la actividad y la incertidumbre para feudalizar su territorio bajo el estandarte aplastante de la pasión y la energía, del deseo y del sueño, de la ambición, del pecado, de la rebelión... de la humanización.
Y agotado, anhedónico, alcanza su estabilidad. Estabilidad siempre indeseada pero inevitable.

Porque cuando está con otros, con sonidos, con murmullos, con sombras, con manos, con afectos, con luces y destellos, con castigos, con el sol y con la noche, conmigo y con las paredes blancas, con pensamientos y con frío, y nuevamente con los otros, siempre con los otros que tratan de ser a expensas de mi rebuscada desesperación y melancolía... el ser no puede respirar.
El ser, ese chiquillo travieso capaz de convertirse en Creador de planetas y universos, de amores y de historias, de futuros y de paz, cierra los ojos y abraza sus piernas en doliente posición fetal para no encarar el dolor, para no aceptar el castigo, para negar la culpa una y otra vez. Una y otra vez. Tal como lo hago yo, tirado en los rincones de mi alba sepultura, olvidando...

...y quedándome únicamente con la realidad que cada quien desea tener.
Y permaneciendo en el recuerdo de cada sombra que nos ha olvidado ya.
Y dejando el llanto marcado en las paredes de la silenciosa agonía que aún sin voz nos pertenece.
Y volando, volando hacia la irrealidad, al mundo ajeno, al escondite mohoso, al sótano pleno del ayer.
Y tomando sus manos para besarlas nuevamente; manos llenas de polvo y carne fría.
Y descubriendo nuevos universos, cosmos impropios, cumpliendo las promesas arrojadas con amor al cielo para que luego caigan sobre la cara, como quien maldice mirando arriba para insultar a ese Dios...
...para luego salir huyendo...
...para luego correr llorando...
...para luego sufrir el arrepentimiento eterno de la triple negación...
...para luego tomar el ego más amado y colgarlo por el cuello, en el centro del desierto del olvido...
...dejando caer las treinta monedas del adiós nunca dicho...
...para luego convulsionar nuevamente al tercer día, siendo elevado a la nueva vida, vida de dolor, vida de sangre, vida de soledad imprevista...
...vida que se da después de verte morir.

No puedo dejar de llorar. Salgo del rincón descalzo y me arropo con las hojas secas del atardecer. La ventana sigue abierta, y se ha desatado un viento helado que irrumpe en mi cuarto, que me ahoga y me congela, que me convierte en regresión.
Las cortinas bailan sin control, y aunque todo sigue revuelto, el olor a delirio por fin desapareció.

Así que mejor cierro la ventana.
Ya no tiene caso intentarlo.
No puedo dejar de llorar.
IV

Ahora apenas tengo fuerzas para abrir los ojos...

Soy viejo, y el duro golpe de la soledad me dejó tirado boca abajo en la arena, y la verdad nunca me enteré del momento en que me besó en la frente para luego abandonarme...

Si, también mi soledad me abandonó.

Solíamos caminar uno al lado del otro, buscando respuestas, viviendo tempestades, haciendo el amor una y otra vez bajo las lágrimas del cielo, sobre los pasos de los viajeros, bajo los dinteles del pasado...

Pero ésta fue la última noche que pasé abrazando a mi soledad. Nuestro amor fue como el destello que provoca el choque entre los sueños, como el vuelo de la delicada mariposa que acaba siendo devorada por las aves cuando apenas si ha tocado el viento, como la revelación del rostro de Dios en el camino del agotado ateo que sólo pide a la rosa del camino el hechizo de su existir.

Me gustaba acariciarla, siempre me hizo feliz tenerla entre mis manos. Sentirme en soledad era todo cuanto tenía, todo cuanto quería, todo cuanto podía vivir. Pero era tan húmeda, tan tibia, tan mía... me besaba los ojos y me hacía abrazar por la niebla, me ocultaba en sus entrañas y me susurraba historias prohibidas al oído, historias sobre verdades y mentiras, sobre mujeres y calores, sobre rostros que llevan escrito en la frente su destino amargo.

Y me contaba sobre promesas de su partida para verme sonreír, incrédulo. Y ella también sonreía. “No puedes irte, la soledad sólo pertenece a las letras de mi cuerpo”... Y ella sólo sonreía.

Pero ayer, en cuanto llegó la noche, me tomó de la mano para adentrarme en el desierto de mi alma desdichada, obstinada, árida y erosionada. “Ven y ve –me dijo—, y conocerás el suspiro de los tiempos, la mirada que acusa, el temblar de las estrellas en lo profundo de tu corazón. Escucha las trompetas, mira el fuego caer para dar de beber a tus pupilas. Sigue con la vista tu sendero, forjado con manos tersas sobre amantes tímidas que han brindado su incondicional eternidad para otorgarte salvación y deseo. Ven. Mírate en el reflejo de la transparente sangre de la tierra y descúbrete sin sol, apréciate sin muros, vívete sin recalcitrantes minutos que te trascienden y te hacen perder la razón...
...Toma la rosa del desierto entre tus manos y siéntete gozoso, porque es tan inmortal como eres tú.”

Yo no prestaba demasiada atención. Sólo seguía embebido en ella, la respiraba para sentirla llenar mis oquedades, la transpiraba para bañarme en su dolor, para impregnarme de su aroma, para vivirla y conocerla, para morir su muerte, para vivir su espacio, para sentir su aliento recorrer mi cuerpo transfigurado y oprimido...
...Para ser. Para ser uno. Para ser uno con ella... para perder la razón en su regazo.

Y desperté con la piel sobre la arena, ausente de sus negros labios de carbón apaciguado, lejano al amanecer nublado de sus ojos. Había sido abandonado por mi soledad... me quedé pobre de vacíos.

Tengo miedo de salir a buscarla. Tal vez la encuentre dormitando en el pasado inalcanzable, o peor aún, puede estar acompañando a otro viajero, amándolo y devorándolo, mientras le narra historias sobre lo que fue cuando era mía, cuando era mi soledad, que ahora es inexistente e indolora.

El cielo cae pesado sobre la espalda y deja marcas en los sueños delirantes de quienes se embriagan de sinrazón; pero ya no hay miedo...
...ya no hay miedo...
...ya no hay miedo...
...y tampoco soledad.

Solo estoy aquí, reconociéndome nuevamente en la imagen de la laguna Estigia y agradeciendo que soy dueño de un informe y desconocido “yo”; de un azul, pequeño y empolvado “yo” que se refleja en el deseo de expansiones nuevas y amores trascendentes, que quiere ser realidad y melodía, que duerme acurrucado entre las hojas del tierno árbol del jamás.

Así que lo tomo muy despacio para no despertarlo, y luego de guardarlo entre mis ropas inicio nuevamente el caminar.
Creo que todavía me queda mucho por vivir...
...o por lo menos eso me gusta creer.
(Enero 2002 - Diciembre 2004)

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