domingo, 22 de junio de 2008

UN CUENTO SENCILLO

Ella tenía un aroma de niebla de invierno y musgo frío. Olía a humedad. Gustaba de despertar temprano para salir a vagar entre las acacias y los olivos del camino, y entregaba el pensamiento a las disímiles libertades y sonrisas de ángeles que alcanzaba a atrapar desde los campanarios y torres que día a día solía visitar… siempre le gustó forzar el tiempo desde los lugares elevados; así podía abarcar los recuerdos y las ciudades antiguas con una sola mirada. En sus andares, ella recogía el barro fresco con el que construía urnas para guardar la voz de la gente y de los ríos, y una vez secas, las rompía para volver a escuchar cerca de su oído los sonidos de las cada vez menos detalladas memorias de un mundo también cada vez más difuminado. Guardar el tiempo nunca fue tarea fácil, pero cada uno de los latidos de su corazón, siguiendo el ritmo de sus pasos, la ayudaron a mantenerse en pie.

Todavía los bosques estaban llenos de rocío la madrugada en la que ella salió huyendo sobre los antiguos cauces de piedra donde se reorientaban los ríos. Con las gotas frías golpeando su rostro llegó a un punto de la soledad donde nadie se había ocultado antes, y una vez ahí escribió sobre la corteza de los árboles todo cuanto recordaba de la pintura de sus manos y de la música de su voz. Trató de guardar el secreto, de esconder la necesidad tallándolo todo entre las ramas de un roble olvidado, y luego durmió.

Él tenía la piel llena de sabores de los otoños olvidados, sabor de canela, salvia y sal de grano recién tomada de la arena. Siempre pensaba en todo lo que podría hacer para salir de la luz del día y reconocer el tacto, para dejarse guiar tan sólo por la ausencia de la mirada. El sol lo tenía demasiado cansado, quizás todo parecía demasiado brillante sin serlo en realidad. Era siempre un sol fijo, de medio día, así que él no conocía las sombras. Caminaba poco, pero siempre se asomaba por la ventana para soltar al viento los instantes que rápidamente se iban juntando entre sus manos, y luego corría a escribir los vuelos y trayectorias que las letras dibujaban antes de terminar de caer. Pero le faltaba el aroma. Sin el aroma, sin el aliento, los cantos no eran más que ruido de fondo, y las palabras sólo manchas de tinta en el papel.

De cualquier modo, decidió esperar.

Un día, él recobró la conciencia y decidió salir a caminar. Moviéndose pesadamente, y haciendo a un lado con las manos los muebles inexistentes que le impedían el paso, abrió la puerta y sintió el viento recorrer su cuerpo por primera vez en muchos años. Ella, a lo lejos, sintió un movimiento tímido sobre la hojarasca, y abrió los ojos al mismo tiempo que él cerraba los suyos. Guiándose tan solo por los sentidos ajenos a la vista él siguió adelante, paso a paso, hasta encontrarse bajo el cobijo de los árboles que lo escondieron de aquel calor que nunca había sido suyo, y ella por fin decidió levantarse. Y tan súbitamente como muere una sonata, él percibió el aroma de ella entre las ramas, y ella, sin quererlo, alcanzó a probar los recuerdos del sabor de él. Todo se convirtió en una noche inesperada, y bajo la penumbra él y ella se olfatearon, se lamieron, se encontraron, o tal vez se reencontraron.

Tras su encuentro no quedaron rastros aparentes. Tras su encuentro, los abrazó la oscuridad
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Oh Dios..que MARAVILLA..!
GRACIAS, por ese corazon tan tierno..
UN CUENTO SENCILLO, me enamoro el alma..
Me encanta su Blog!!

Desde La habana, mis saludos..
May.