sábado, 1 de septiembre de 2007

UN CUENTO NECIO Y EL POEMA 20 DE NERUDA


Es justo esa hora de la tarde en que todo tiene sabor salado, el momento que llega inmediatamente después de la lluvia y unas tres horas antes del anochecer. El cielo está callado, quizás demasiado, y yo sigo estirando el brazo a través de la ventana, pero no alcanzo a tocar nada. Ni siquiera el viento. Sé que hay tardes así, pero hoy la inmovilidad del mundo no hace sino encerrarme más en la cáscara del cuerpo que me rodea, y de la que tras largos días no me he conseguido liberar.
Mejor me alejo de los cristales, hace demasiado silencio afuera; y en cuanto lo hago comienza a llover. Hace años que la lluvia no caía con tal agresividad, como deseando borrarlo todo, acabar con el mundo y con todo ser viviente que se encuentre en su camino. Es esa lluvia pesada y densa, de la que busca lograr la renovación, la purificación, la catarsis; obscura cortina de fluido primordial que baja bañando las tristezas y memorias de todos los que no nos atrevemos a salir a sentirla deslizarse directamente sobre la piel; de todos los que, de un modo u otro, tenemos miedo de sentir.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir por ejemplo “la noche está estrellada
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.”
El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Hoy no hay estrellas. Ni siquiera se alcanzan a ver las nubes que seguramente se cierran sobre el firmamento que debía correspondernos por derecho. Todo es agua en sus múltiples manifestaciones: un poco de hielo, oleadas de líquido imparable, abundante llanto, y creo que en el fondo alcanzo a percibir un poco de vapor travieso escapando de las coladeras. Los ríos que caen, a la vez realidad y reflejo, me regresan una imagen de mí que no logro reconocer del todo: sólo quedan recuerdos. Contados recuerdos del argénteo rostro de mi destruida vanidad.
Nadie ha preguntado nada, creo que nadie sospecha. Pero no es necesario: la conciencia es un juez ineludible. El remordimiento se vive como el peor de los castigos; torcedor eterno del que las manos empapadas en pecado y agonía no pueden escapar. La mirada sorprendida, el grito ahogado y la violenta convulsión agitándolo todo, sacudiendo el cuerpo de un lado a otro y ejerciendo una cruel tortura que no tiene final. Los sueños esparcidos por el suelo, el desayuno frío con pan a medio comer, y la música de un piano tenue que –no sé por cuanto tiempo—no ha dejado de cantar.
Nadie más lo sabe. Solo yo conozco la verdad. Me detengo de golpe ante mis nuevas canas, y vuelvo a llorar.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como esta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Doy la espalda a la ventana, pero la dejo abierta para que se ventile un poco la peste del cigarro. Tengo que limpiar la sangre antes de que se filtre entre los azulejos. Esa sangre desgraciada que me llena y me anima, contradiciendo mi deseo expreso de morir dentro de una habitación llena de muebles rotos y botellas vacías de escocés. Sangre que reparte el alma a cuentagotas por cada célula del cuerpo, dejando satisfecha una mente que ya no quiere pensar más. Sangre que sólo finge partir, que amenaza fríamente con abandonarme para dejarme olvidado y desmayado, inmóvil, a lado de la cama. Sangre que luego se esconde nuevamente –en forma cobarde— dentro de la calidez de mis venas, impulsándome a reaccionar, a abrir los ojos de forma violenta, a seguir inmerso en la alucinación de sombras y colores opacos que conozco como vida. Maldita sea mi sangre.
Mi cabello está impregnado de un olor extraño. Es el aroma de la debilidad, de los suelos que se abren, de las distancias nunca recorridas, de las fotografías con miradas que persiguen, de la náusea y de la comida seca que lleva casi una semana sobre la mesa, sin ser tocada, sin ser deseada, sin ser. Cuerpo y manos llenos con el olor del arrepentimiento y la cobardía, de las sirenas que recorren las calles mojadas, de las flores que mueren aplastadas por la gente que corre a resguardarse de las gotas abusivas, de la soledad, de una soledad, de mi soledad. Abro la llave: por lo menos el agua está tibia. Todavía puedo sentir. Algo sigue siendo cálido a mi alrededor.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada, y ella no está conmigo.

El calor y el frío se encuentran sobre mi rostro en una lucha cada vez más violenta. El piso es demasiado áspero, y bajo mis pies se unen el jabón y el polvo dejando detrás las huellas de la evidencia; pureza e impureza en mezcla perfecta para formar un solo camino, un solo pasado. Creo que así nacen todas las nostalgias.
Me acerco al espejo –esta vez al de la pared— Un rostro ojeroso y arrugado sólo sirve para darme cuenta de que me será difícil olvidar el camino recorrido, los escalones que he debido subir hasta llegar a ser lo que no soy, lo que espero soñar con ser algún ayer, lo que dejo de ser en cuanto recobro la orientación para percatarme de la sensación impalpable, de la luz mutable, del cepillo entre mis manos, y del principio inexistente que sostiene este espejismo en el que todo sigue teniendo sabor a sal. Olvidar la infancia de hambre reprimida, la juventud de valor inexistente, o el presente que se escribe con lejanías simples pero constantes, con brazos que sólo se contienen a sí mismos muy en contra de su voluntad… Pero no. No siempre fue así.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ahora me doy cuenta. He pasado tanto tiempo en este cuarto que todo me parece despreciable. Cuatro paredes blancas, alfombra gris de uso pesado, quemada, olvidada; un colchón viejo con ropa amontonada y, al fondo, una ventana. Sólo una ventana. Todo se vuelca sobre mí, me ahoga, me crucifica. Pero tengo tanto miedo de salir…
Los amaneceres no han sido fáciles, ni los despertares deseables. Los últimos tres días no he parado de temblar, y los escalofríos azotan mi carne hasta hacerla sentir que se parte en dos; tal vez sea el hambre, tal vez la fiebre, tal vez la soledad.
La soledad. Únicamente bajo su influjo seductor se manifiesta el verdadero ser, se libera, se expande vanidoso y afirmado en busca de su realidad, muestra sus virtudes y defectos ante nadie. Porque cuando estamos con otros, con sonidos, con murmullos, con manos, con afectos, con luces y destellos, con el sol y con la noche, no podemos respirar. Nos escondemos silenciosos tras las puertas, embebidos en los muros, dormitando en las lágrimas reprimidas como lo hacen los niños regañados cuando, por pesadillas de leones y dragones, interrumpen las nocturnas caricias de sus padres, y corren a tirarse debajo de la cama. Esos chiquillos traviesos –los que somos—, capaces de convertirse en creadores de planetas y universos, de amores y de historias, de futuros y de paz, cierran los ojos y abrazan sus piernas en doliente posición fetal para no encarar el dolor, para no aceptar el castigo, para negar la culpa una y otra vez. Una y otra vez. Tal como ahora lo hago yo.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Me armo de valor, si es que así se le puede llamar a lo que me mueve ahora a levantarme. Llegó el momento de encarar la realidad: el pasado no existe, el presente es escurridizo y transitorio, y el futuro nunca llegará. A través de la ventana abierta nuevamente la calma, que entra violenta e irrefrenable para golpearme en el rostro, recordándome el ferroso sabor de un muro manchado por la humedad.
Así que vuelvo sobre mis pasos. No estoy listo. Afuera todo es demasiado grande, demasiado inabarcable. El último trago de una botella prácticamente vacía, e intento conciliar el sueño. Tal vez así me encuentre en un lugar seguro, en un estado de paz, en un escondite tibio que me mantenga a salvo de la memoria, que me abrace y me contenga entre manos firmes pero sin vida, esculpidas con caricias retenidas y deseos de ya no despertar, de ya no dormir, de ya no estar, de ya no ser… y de dejar de llorar. Ya nada tiene sentido. El espejo roto, el mosaico del baño, la ventana abierta, las paredes blancas. Las notas del piano siguen buscando vivir en forma de ecos que atraviesan el aire buscando la inmortalidad, y el penetrante olor ácido se va alejando lentamente hasta desaparecer. Sobre la cama vieja sólo un cuerpo desnudo que respira con tan poca fuerza que resulta casi imperceptible, y de la mesa cae un vaso haciendo ruidos que nadie alcanza a percibir. No hay luces que apagar, nunca estuvieron encendidas.
¿Cuándo se fue?

Aunque este sea el último dolor que ella me causa,
y estos sean los últimos versos que yo le escribo.

El cepillo en algún lugar lejos de mis manos, y yo por fin vuelvo a dormir.

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